miércoles, 24 de junio de 2020

Ojalá fuera cierto

Ojalá fuera cierto...                                  
Hace ciento cuarenta años que Gepetto y su hijo Pinocho decidieron marcharse de Collodi, en la Toscana italiana, debido a la notoriedad que consiguieron después de la publicación del cuento que narraba sus aventuras y que había alcanzado una fama universal sin precedente. Estos aún permanecen vivos al tratarse de seres inmortales, que además nunca han envejecido.

En el Condado de Evreux, donde viven desde entonces, hacía mucho tiempo que no llovía. Las pocas plantas que se mantenían vivas estaban mustias; la tierra reseca y cuarteada. Próximas a la vereda que atraviesa la campiña, infinidad de aves se veían muertas a causa del calor sofocante del verano pasado.
Cierta noche ocurrió lo que todos temían, una fuerte tormenta con aterrador aparato eléctrico descargó sobre aquella comarca.
La lluvia destrozó las cosechas y el viento huracanado arrancó las ramas de los árboles esparciéndolas por los montes. Estas, pronto fueron pasto de las llamas provocadas por los rayos que, uno tras otro cayeron llevando el pánico a todos los habitantes.
La alegría que caracterizaba a la gente de aquel pueblo encantador había desaparecido por completo del rostro y del ánimo de sus moradores.
Los agricultores sufrieron inmediatamente la falta de frutas, hortalizas y legumbres que recoger para venderlas en los mercados, con las pérdidas económicas que esto les suponía.
Para Gepetto las consecuencias de aquel desastre atmosférico se dejaron sentir pocos meses después; cuando en los almacenes de maderas se agotaron los stocks existentes. Ya que estos fueron consumidos por los vecinos para recuperar sus casas destruidas y tornarlas habitables.
Ante esta situación, el carpintero se desesperaba sin encontrar una salida a la falta de materia prima con la que poder fabricar sus muñecos y venderlos para ganar el dinero necesario para sustentarles.
Se horrorizaba pensando: “¡Dios mío! ¿Cuántos años serán necesarios para que los árboles plantados crezcan y puedan ser cortados? ¿Cómo podremos sobrevivir a esta crisis?”
Para colmo de males al comienzo de este año irrumpió en el país la pandemia que sigue asolando a medio mundo. El obligado confinamiento y la falta de trabajo le ha cambiado la vida tornándola monótona e insoportable.
Al chico se le rompía el corazón viendo a Gepetto triste y depresivo; y no encontraba la solución para aliviarle los males...

Hace apenas unos días se le apareció en sueños el Hada Azul; la que le insufló la vida y lo transformó en un muñeco con alma. Pero en esta ocasión vino para darle las pautas con las que podrá ayudar a su creador.

Esta madrugada Pinocho ha tenido suerte; consiguió por fin, acceder furtivamente a la mejor emisora de radio del país; la de mayor alcance y audiencia internacional.
Ha entrado sigilosamente en uno de los estudios que estaban sin uso y ha puesto en marcha los micrófonos que allí hay instalados, lanzando al aire su conocida sintonía:
“En esta frecuencia modulada 89.8 del dial, transmite la RFI desde su sede de París”.
“¡Atención, señores radioyentes! Desde la Asamblea de las Naciones Unidas, llegan noticias del acuerdo al que han llegado los representantes de los gobiernos de los países miembros, con el máximo mandatario chino Xi Jinping. Este, en nombre de su pueblo ha pedido perdón a todo el mundo por los fallecidos a causa de la Covid 19, y se ha comprometido formalmente a sufragar los gastos originados, en cada país, para combatir la pandemia. Al mismo tiempo asegura que devolverá el dinero que han cobrado por la venta de los respiradores y mascarillas; hayan funcionado o no, o no hayan cumplido las exigencias sanitarias que se les presuponía”.
“¡Ahora presten muchísima atención! ¡Noticia de última hora! La empresa alemana Boehringer Ingelheim informa que ha conseguido desarrollar en tiempo record la vacuna Donghvalía para la prevención del coronavirus. Los directivos de esa compañía han decidido, por el bien de la humanidad, ceder sin ninguna  contraprestación económica la fórmula de dicha vacuna a todos los laboratorios del mundo, bajo el compromiso juramentado de estos para fabricarla masivamente, con la finalidad de que en muy corto plazo los mercados estén completamente abastecidos y su distribución sea completamente gratuita”.
Después de haber lanzado a los cuatro confines de la tierra esas buenas noticias, Pinocho está contento pues sabe que por el tamaño de las mentiras que ha divulgado por las ondas, será muy difícil que se agote la madera que le crece sin parar de su nariz.  
La misma madera que su padre necesita para ser feliz y seguir fabricando muñecos.

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domingo, 27 de octubre de 2019

Liberación del pecado 

Allá por el año 1955, Ana, una joven católica temerosa de Dios, mantenía un conflicto entre el escrúpulo de conciencia de incurrir en pecado carnal, que tanto le habían inculcado en la escuela de monjas, y la necesidad de desahogar la libido
Hacía tiempo que había descubierto su sexualidad mientras se lavaba las partes íntimas, cosa que le había proporcionado un placer desconocido.
Ella, se confesaba habitualmente con el cura Javier. Por eso, aquel sábado le sorprendió la presencia del párroco, en el confesionario. Le habían dicho que este era muy severo con las penitencias que imponía. No obstante decidió confesarse con él.
Era el párroco Don Ramón un hombre carismático, poseedor de una fuerte capacidad para la seducción; así como para ilusionar y manipular a sus seguidores. Protector de los pobres, a los que ayudaba promoviendo colectas de alimentos y ropas que después distribuía, ostentosamente, entre los más necesitados; se había ganado la confianza y el respeto del estamento clerical, que lo había encumbrado a puestos de relevancia dentro de la Diócesis.
Estos actos benéficos eran muy bien vistos por el obispo y por la propia burguesía de la ciudad que se ofrecía, haciendo donativos, para colaborar y participar en dichos encuentros caritativos.
Ana se había visto en más de una ocasión en aquella fila de los desposeídos solicitando alguna ayuda que difícilmente conseguiría por otro conducto, dado el alto índice de paro laboral que asolaba la ciudad empobrecida después de la guerra civil y del bloqueo internacional a que el país estaba siendo sometido por la ONU.
En una ocasión le dieron una manta de lana, para mitigar el frio húmedo del invierno, que llevó corriendo, llena de alegría, hasta su casa  para entregárselo a su madre. 




—¡Ave María Purísima!
—¡Sin pecado concebida!
—Padre, me acuso de haber realizado actos impuros.
—¿A qué actos impuros te refieres? ¿Acaso fornicaste con varón?
—¡No, no señor! ¡No me veo capaz de cometer semejante pecado! Pero no puedo evitar masturbarme diariamente pensando en yacer con un hombre. Después no puedo dormir arrepentida de haber ofendido a Dios Nuestro Señor.
—¡Hija mía! Te aconsejaría que vinieras con más frecuencia a la parroquia. Yo sería tu director espiritual; guiaría tus pasos para una verdadera unión con Jesucristo como medio de dominar tu sexualidad. La penitencia que te impongo es que te confieses siempre conmigo y que comulgues diariamente.
«Yo traigo la misión del Verbo Encarnado que vino al mundo para amar y entregarse; lo mismo que yo os amaré y me entregaré». Estas palabras premonitorias fueron pronunciadas por el presbítero, en más de una ocasión, desde el púlpito del templo.
Un buen día, el honorable y respetado párroco, conocedor por medio de la confesión de la concupiscencia de la chica, le propuso:
—¡Deberías participar de los encuentros místicos que realizamos! Te vendrían muy bien para tu salud espiritual.
—Padre. ¿En qué consisten dichos encuentros?
—Un grupo de mujeres seglares y yo nos reunimos en oración permanente ofreciendo nuestra virginidad a Jesucristo. Tenemos que amarlo con corazón de carne. No olvides que el Mesías habrá de renacer de la unión entre nosotros, los cristianos.
Así paso a paso, lentamente, el sacerdote consiguió convencer a la chica para que participara de aquellas reuniones secretas. 

Aquella tarde otoñal Don Ramón recibió a la discípula en la penumbra de un improvisado santuario iluminado tan sólo por una mortecina luz rojiza. El aire perfumado de incienso y espliego invadió el cerebro de la chica. El sacerdote despojó a la virgen del camisón con el que había sido ataviada, y un lecho a modo de altar acogió a la joven inexperta; la tendió con solemnidad sacramental sobre el mullido colchón y la penetró lentamente. Un coro de beatas, mientras tanto, cantaba salmos eucarísticos en incomprensibles latines.


Era el día de Navidad. Los feligreses reunidos, para celebrar el nacimiento de Jesús, cantaban villancicos populares entre cada parte de la liturgia de la santa misa.
Todo el mundo era feliz hasta que, poco antes del ofertorio, la ceremonia se vio interrumpida. En el altar mayor, una joven visiblemente alterada, increpó al oficiante. Su voz sonó atronadora acallando los vibrantes acordes del órgano.
«¡Don Ramón, usted no tiene dignidad! ¡Usted es un malnacido! ¡Me ha engañado y me ha dejado preñada!»
Inmediatamente fue sacada a empujones del templo mientras gritaba posesa de ira: «Le he denunciado a la policía. Ya no habrá en esta ciudad más silencio cómplice de la Iglesia, que oculte sus sórdidas orgías»
La justicia civil se inhibió del caso en virtud del concordato, firmado en el año 1953, entre el Estado Español y la Santa Sede. Aunque luego, por su gravedad, el conflicto se resolvió en Roma por la Sagrada Congregación del Santo Oficio.
Don Ramón fue cesado como párroco, desposeído de todos sus cargos y dignidades, e ingresado en una cárcel dedicada a religiosos.
En el primer aniversario de la muerte de Ana, mi madre, postrado ante la tumba; recordando su valentía para destapar estos actos heréticos y criminales cometidos durante el nacional catolicismo franquista, con todo mi agradecimiento y admiración, por haberme dado la vida, le dedico este cariñoso aplauso.

miércoles, 29 de agosto de 2018



Ajuste de cuentas - por Vespasiano



En la sombrerería Goorin Bros de Bleecker Street, en West Village, se fabricaban los más variados modelos de sombreros y pamelas, pero también servía de parapeto para camuflar los sucios negocios de su dueño.

Allí acudían los gansters de la capital neoyorkina para conseguir armas de fuego; documentación fraudulenta o placas para imprimir billetes falsos.

Aquella fría mañana de enero el joven Marcos, encargado de preparar los pedidos, y Mary, dependienta del comercio, mantenían una animada conversación:
—Chica, en este empleo no veo ningún horizonte de progreso.
—Tienes que demostrarle al señor Agnelli que estás capacitado para diseñar nuevos modelos de sombrero.
—Él solo quiere que entregue los pedidos a esos delincuentes.
—Debes tener paciencia.
—¡Sí, la misma paciencia que tengo contigo! Sabes que te quiero, pero no te decides a salir conmigo.
—Yo te aprecio; quien sabe si un día podríamos ser pareja.

El ruido de la puerta de la calle al abrirse truncó la conversación de ambos.
La dependienta se dirigió al hombre que acababa de entrar:
—¿En qué puedo ayudarle?
—¿Dónde está el señor Agnelli? —preguntó este, a modo de respuesta.
—¡Un momento, por favor! Voy a consultar si puede recibirle. ¿Cuál es su nombre, señor?
—¡Déjate de protocolos, estúpida! Llévame hasta él si no quieres perder el empleo.
—¡Mary, déjame que yo atienda al señor! Sígame por favor.

Pasaron ambos a la trastienda; el chico no pudiendo contener la rabia espetó al visitante:
—Usted, no debió tratar así a la chica.
—¡Cállate mocoso! Muéstrame el camino si no quieres que te pegue un par de hostias.
Atravesando un laberinto de pasillos oscuros, llegaron a la nave de fabricación. Allí una oficina privada albergaba la figura enorme de un hombre de aspecto autoritario.
—¿Qué te trae por aquí, amigo Cassiragi? —dijo el dueño, al verlo entrar decidido.
—Nada importante. Necesito un pasaporte urgentemente. Debo salir del país la semana que viene para cerrar un negocio en Colombia y no quiero tener problemas con la “pasma”.
—Hacía tiempo que no venías por aquí. ¿Es que no te han satisfecho nuestros últimos trabajos?
—Sí, pero desde que tienes negocios con Correlli, no me fio de ti, y mucho menos de él. La semana pasada, el muy cabrón, me chafó el negocio de las gasolineras de Manhattan… Bueno, toma estas fotos y consígueme el documento y el visado para el próximo jueves. Yo mismo vendré a recogerlo.
Estas últimas palabras fueron perfectamente audibles por el chico que continuaba haciéndose el remolón dentro de la oficina.
El dueño al verlo le increpó:
—¿Todavía no has ido a entregarle el pedido al señor Correlli?
—Ahora mismo voy.

El tal Correlli apenas se dejaba ver y casi nunca acudía a reuniones de mafiosos. Tenía el pelo de color excesivamente rojo y esta era una seña identificativa difícil de ocultar. La policía neoyorkina y el FBI estaban pendientes de sus movimientos y de sus turbios negocios de distribución de estupefacientes; extorsiones; secuestros y blanqueo de dinero.

Al entregarle el pedido; un sombrero tipo Indiana de ala ancha, Marcos aprovechó para dejarle una nota manuscrita:
«El capo Cassiragi irá el jueves a la sombrerería».

Aquel día, Cassiragi vestía un imponente chaleco antibalas, por debajo del abrigo, que lo hacía parecer más robusto. Desconfiaba de la lealtad de Agnelli. Después del cebo que le había puesto presentía que podría sufrir una emboscada. En el bolsillo del gabán una impresionante Parabellun calibre nueve milímetros aguardaba el momento de entrar en acción.
Recogió los documentos que había solicitado, de manos del señor Agnelli y cuando se disponía a abandonar el local, inesperadamente un coche subió encima de la acera. Varios hombres armados, dispararon indiscriminadamente, haciendo saltar en pedazos la luna del escaparate, hacia el interior del comercio.
Al sonar los primeros disparos; tanto Marcos como Mary se arrojaron al suelo, resguardándose detrás del mostrador.
Varios proyectiles impactaron en el pecho protegido del capo. Este fingió haber sido abatido y se desplomó en el suelo. Momentos después Correlli entraba en la tienda para cerciorarse de que su enemigo estaba muerto.
Entonces Cassiragi sacó el arma del bolsillo y descerrajó un par de tiros en la cabeza del capo. Acto seguido corrió a refugiarse, donde estaban a cubierto los dos chicos. Al asomar este la cara, por el lateral del mostrador, el joven Marcos le propinó un tiro entre ceja y ceja destrozándole el cráneo, al tiempo que le decía:
« ¡Ya te dije que no deberías haber tratado así a la chica! ¡Hijo de puta!»


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miércoles, 25 de julio de 2018


Ciega avaricia


¿Porque estaba inconsciente Khaterina Sukoba, la empleada del matrimonio Hanter, en el salón de la casa aquella fatídica noche del tres de mayo?


Damien Hanter no era millonario, ni empresario poderoso, pero su trabajo como asesor legal de varias de las empresas más importante del país, le llevaron a formar parte del equipo de gobierno de Theresa May.   


Se había doctorado en la disciplina de Ciencias Políticas habiendo compartido aulas en la Universidad y Cursos de Postgrado con insignes hombres de la vida pública del país británico.

Su paso por el Partido Conservador fue muy breve, pero el suficiente para conocer los entresijos de la trama burocrática de los estamentos gubernamentales.


De ahí su buena relación con los políticos del partido que gobierna, que se supone, le abrían las puertas de todos los Ministerios. Las malas lenguas decían que lograba esos contratos fantásticos para las empresas privadas que asesoraba gracias a su poderosa labia y a las generosas comisiones que iba dando a cada uno de los políticos involucrados en la adjudicación de cada obra.


Hacía meses que se estaba estudiando en el Ministerio de Fomento la construcción de una Refinería de Petróleo en el sur del país y a cuyo concurso se presentaron las más potentes empresas mundiales del sector. Todas estaban interesadas en obtener, como fuera y al precio que fuera, el contrato de dicha Refinería por lo que suponía para cada una de ellas el desarrollo de un proyecto de tal envergadura, tanto a nivel económico como tecnológico.


Para intervenir e influenciar en la decisión final de la adjudicación a favor de la empresa israelí Afek Oil and Gas; Damien Hanter fue requerido por esa compañía petrolera, conocedora del nivel de persuasión que este tenía con sus amigos políticos. Lo sondeó e sobornó soterradamente para conocer el montante mínimo por el cual la empresa podría concurrir sin caer eliminada de la pugna. Además de ofrecer en metálico y en dinero negro un cinco por ciento del montante final del presupuesto, que el mismo se encargaría de entregar inmediatamente en manos del tesorero para beneficio del partido y por ende de todos los altos cargos implicados en el proyecto.


Pero lo que verdaderamente le llamó la atención fue ver aquella fortuna que le ponía en las manos la empresa Afek Oil and Gas, que sería suficiente para vivir como un marajá en un país remoto el resto de sus días. Y no conformarse con la comisión final que se llevaría caso resultase ganadora la oferta de Petroleum Exxon o la de Mobil Aramco.

Así que decidió de la noche a la mañana fugarse con su mujer y su hija a una de las islas maravillosas del Océano Pacífico.


Cinco meses después de aquella huida en busca del paraíso, había cambiado varias veces de país y de identidad con el fin de que no lo encontraran y había ingresado previamente el dinero robado en territorio opaco al fisco.  


Bajo el ardiente sol de Rarotonga, ver a su mujer y a su hija, ajenas a sus tejemanejes, disfrutar del mar y del entorno selvático que los rodea, le causaba un placer indescriptible.


Hacía apenas un par de semanas que habían coincidido, en una jornada de buceo, con Christian y Hayden un joven matrimonio que estaban pasando su luna de miel en la isla; con los que ahora se relacionan amigablemente dada la compatibilidad de carácter y gustos que comparten.

Esta noche han quedado citados para cenar juntos, ya que pretenden celebrar el cumpleaños de Hayden en el restaurante The Mooring; un local lujoso próximo a la urbanización privada donde ellos tienen su vivienda habitual.

Al término de la cena, bien adentrada la noche, se despidieron afectuosamente quedando emplazados al día siguiente para realizar el circuito de senderismo conocido como Cross Island Trail.


Cuando el matrimonio Hanter llegó a su domicilio, antes de entrar a la habitación donde dormía su hija Amelie se dieron de bruces con la escena dantesca del cuerpo inerte de Khaterina y de la sangre que manaba de su cabeza.

Pero lo que congeló el ánimo de ambos fue ver que el cuarto estaba vacío, la ventana abierta y la niña había desaparecido.  

Sobre la mesilla de noche una escueta nota decía:

«Su hija está en poder del Mossad. Si quieren tenerla de nuevo junto a ustedes, devuelvan el dinero robado a la empresa Afek Oil and Gas». 

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jueves, 5 de julio de 2018


Remembranza                      Autor   Vespasiano                    30/05/2018  

Aquella noche el anciano soñó con antiguos caserones y ventanas atestadas de macetas floridas. Un niño extraía agua de un pozo que, en cántaros, trasportaba hasta la cocina. Allí una señora enlutada atizaba el fuego de una chimenea intentando calentar la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de lana de variados colores.

Sus pasos le guiaron hasta la iglesia de San Miguel Arcángel, contemplando sobrecogido la belleza de su pórtico. En el interior se veía sentado junto a su madre, que le miraba con ternura, mientras cantaba algún himno eucarístico acompañado por la música de un órgano vetusto.

El anciano continuaba mezclando imágenes; ahora veía un rebaño de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor, vestido con zamarra, que se paraba a la entrada de la taberna, pidiendo que le sirvieran una copa de aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.

Después su caminar le llevó hasta las tapias de un cementerio. En el interior del camposanto su subconsciente le mostraba fugazmente, como un espectro, el rostro de una anciana; mientras un nutrido grupo de personas iban siguiendo su féretro, acompañando a un cura en sus plegarias.

A la mañana siguiente, su hija, al no verlo en el jardín, le buscaba preocupada:  

—¡Papá! ¿Por dónde andas?

—¡Aquí arriba, hija! Ahora mismo bajo.

—¡Ten cuidado con la escalera!

—No te preocupes, estoy con Damián.

Buscaba en el interior de un mueble desvencijado aquella caja de hojalata, medio oxidada por el tiempo, llena de retratos antiguos que él había contemplado muchas veces, junto a su nieto, con expresión medio ausente.

Pasando las fotos una a una, le volvían a la memoria sus vivencias en aquel país que tan bien le acogiera allá por el año sesenta; la oportunidad que tuvo de cursar una carrera universitaria, y los logros profesionales que consiguió dentro de la industria del automóvil; la felicidad del nacimiento de sus hijos y la alegría que le produjo la compra de su primer coche de segunda mano: un Peugeot 203 del año mil novecientos cincuenta y tres.

De repente el nieto interrumpe los recuerdos del anciano, revolviendo con sus manos las fotos de la caja, cogiendo una al azar:  

—¡Mira, abuelo! Esta es mamá cuando era pequeña.

—¡Sí hijo! ¡Has visto cómo era guapa!

—¡Oye, mira esta otra! ¡Es la abuela conmigo en brazos!

El anciano continuó mirando las fotos, deteniéndose por más tiempo en aquellas que estaban en blanco y negro, mientras el nieto se entretenía con algún juguete mutilado.

«¡Carmen, cariño! Qué noviazgo más bonito tuvimos ¡Qué tardes de enamoramiento, cuando paseábamos por el Parque cogiditos de la mano!»

«Y aquí, ¡Como estabas guapa el día de nuestra boda!»

«¡Qué bien te quedaba aquel vestido que te hiciste para la comunión de Julián!».

«¡Mira! ¡Mira cómo se relamía el niño con la tarta! ¡Cómo nos reíamos al verle la nariz embadurnada de nata!»

El pequeño se acercó nuevamente al yayo y sacó de la caja una instantánea de su tío Julián vestido de militar.

—Abuelo, ¿por qué no hay ninguna foto tuya vestido de soldado?

—¡Porque no me gustaban, ni me gustan, las armas ni la guerra!

—Pero… Por entonces, ¿no era obligatorio ir a la mili, abuelo?

—¡Sí! Pero yo me fui de España antes de que me alistaran. Aproveché que entonces los españoles emigrábamos a cualquier lugar del mundo; y fue mi suerte porque en el barco, durante el viaje que duró diez días, conocí a tu abuela.

Diciendo esto le asaltó en su cerebro la visión de aquella chica vestida con un abrigo rojo, que tanto le llamó la atención, cuando tuvieron que ir al Obispado de la Diócesis a la despedida que el Obispo de la ciudad dedicaba puntualmente a aquellos emigrantes que, hornada tras hornada, abandonaban su tierra en busca de mejores oportunidades de trabajo. Exhortándolos a que fueran buenos cristianos y dejaran bien alto el pabellón de España.

El viejo continuó con sus pensamientos: «Julián, ¡qué trabajo y qué malas noches nos diste, cuando te enganchaste a la maldita droga!». «¡Qué tormento cuando te veíamos sufrir con “el mono” y no sabíamos cómo ayudarte!». «¡Gracias al tesón de tu madre y a tu fuerza de voluntad, conseguiste salir adelante!».

«Hoy, podemos dar gracias a Dios, por la familia tan bonita que tienes y por habernos regalado a Raquel y al pequeño David, que son una bendición del cielo».

De repente la voz de la abuela les emplazaba para la comida, interrumpiendo los juegos del niño y los recuerdos del viejo.

Bajaron los dos del desván, dispuestos a almorzar con toda la familia reunida aquella tarde de domingo. Mientras saboreaban la suculenta paella de mariscos, el abuelo pidió:

—Hija, quiero que las fotos antiguas que guardas en aquella lata, las enmarques y las pongas en nuestra habitación —añadió cogiendo la mano de la abuela—, por si un día ya no pudiéramos subir más las escaleras.

—No te aflijas por eso, papá. —respondió la hija tratando de animarle.                      

—Pero quiero que sepáis que hay una imagen que no se me va a borrar de la cabeza. Aunque no haya ninguna foto de eso, nunca olvidaré la figura tan bonita de vuestra madre resaltada por aquel vestido negro y su cara tan radiante cuando la llevé, en un día de su cumpleaños, al “Corral de la Morería” para que viera y escuchara de cantar al “Camarón de la Isla” qué tanto le gustaba. Al término del espectáculo —continuó diciendo—, aquella madrugada en el viaducto de Bailén, con la panorámica de los jardines de Las Vistillas y el paseo de Extremadura iluminados bajo nuestros pies, me dijo:

—¡Gracias! Por la noche tan bonita que me has regalado.

Allí mismo, sin importarme la presencia de algunos viandantes, le di el beso más apasionado que recuerdo y que guardaré con cariño en mi corazón y en mi retina mientras viva.   

 

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domingo, 1 de julio de 2018



El hombre afortunado.      Autor: Vespasiano      30/06/2018


Llevaba un hacha en la mano. Se le veía sudoroso y cansado, no en vano había estado toda la mañana troceando los troncos de árboles que días atrás había estado cortando con la sierra mecánica que diestramente manejaba. También, ¡después de tantos años trabajando como Bombero en el Condado de Madera!

Peter Sanwis, sabía  por las noticias difundidas por la radio; que a pocos más de cincuenta kilómetros de su cabaña a orillas del lago Bass, el fuego había afectado mayoritariamente zonas de bosque y matorrales del Parque Nacional Yosemite en California.

También sabía que, concretamente, en aquel lugar del Parque estaban alojados, junto con sus familias, de manera provisional un contingente de trabajadores indígenas mejicanos, principalmente guanajuatenses, que trabajaban en las plantaciones agrícolas así como en la deforestación del Parque, asolado en esas fechas del mes de julio por una larga sequía, unida a unas insólitas altas temperaturas.

Había visto, en sus largas caminatas por las rutas senderistas, como estos trabajadores vivían agrupados en caravanas y viviendas prefabricadas en unas condiciones precarias de insalubridad y de alimentación. Algunos de ellos tenían una familia compuesta de varios miembros entre los que destacaban chiquillos de corta edad que habitualmente deambulaban libremente en ausencia de sus padres y sin los cuidados de sus madres, dedicadas a las tareas domésticas y vigilancia de los más pequeños. 

Sin pensarlo dos veces subió a su vehículo todo terreno y se dirigió rápidamente por vericuetos increíbles, de difícil acceso, pero que él muy bien conocía, hacia Laikeshores donde estaba instalado el campamento base, ahora amenazado por las llamas.

Mientras tanto la radio del coche informaba:

“El foco del incendio está situado en el pequeño núcleo poblacional de Old el Portal al oeste del Parque Yosemite”, donde muchos trabajadores indígenas se han visto rodeados por las llamas”. “El fuego avanza rápidamente y ha sorprendido a los bomberos que pretendían llegar en auxilio de esos trabajadores que limpiaban los senderos y cañadas próximos a la  localidad de Oakhurst”. Cuando los bomberos han accedido al lugar, se han encontrado con tres camiones y varios vehículos todoterreno completamente calcinados”. “En vista del cambio de la dirección del viento, desde el puesto de coordinación, el comandante jefe del operativo ha recibido la orden de ir en ayuda de las familias de esos trabajadores que están instalados provisionalmente en zonas de acampada del Parque para desalojarlos”.

Peter Sanwis, ahora jubilado, lejos de arredrarse pensaba mientras conducía: «Tengo que ayudar a esas pobres criaturas». «Tengo que colaborar con mis antiguos compañeros».

Pero si el vehículo corría todo lo que le permitía lo escarpado del terreno, el fuego se propagaba más rápidamente.

Veía a través de las sucias ventanas del coche, por encima de su cabeza, las fulgurantes y amenazantes llamas descendiendo de las laderas de la Sierra National Forest acercándose al campamento.

Próximo a la zona amenazada el intenso humo desprendido de la ignición de la resina de los árboles se dejaba sentir tornando casi irrespirable el aire.

El calor resecaba su garganta, pero siguió adelante con la intención de llegar cuanto antes para ayudar a quien pudiera, antes de que fuego los achicharrara.

No había alcanzado aún los límites del Campamento, cuando llegó hasta el vehículo el sonido de un enorme griterío. Al doblar el último recodo del sendero el corazón se le encogió; a pesar de la poca visibilidad pudo ver a un sinfín de criaturas que corrían desesperadamente de un lado para otro procurando reunir a los miembros de la familia o buscando una salida para huir de semejante infierno.

«La había visto en una de sus excursiones; tenía una carita inocente donde dos velas de moco, le asomaban por su nariz. Caminaba descalza y su vestimenta bien ajada denotaba una falta de cuidado corporal. Sus ojos grandes y negros le miraron con ternura. Él se detuvo sacando de su mochila una tableta de chocolate, que le ofreció. Esta le dio las gracias cogiéndola con avidez y se alejó dedicándole la más cariñosa de las sonrisas».

Detuvo el vehículo y descendió de él apresuradamente. Se dirigió al maletero y sacó de allí un megáfono. Empuñó de nuevo el hacha en su mano diestra y corrió al encuentro de aquellas mujeres que aterradas no sabían hacia dónde dirigirse cargando en sus brazos a las criaturas más pequeñas mientras los chiquillos que podían andar se agarraban fuertemente a las faldas de su madre.

Peter Sanwis les informaba por medio del megáfono que deberían coger toallas empapadas en agua y que se taparan la nariz para que pudieran respirar sin inhalar el humo sofocante que les estaba afectando a los ojos haciéndoles llorar.

Con gestos ostensibles les mostraba el camino que deberían seguir entre los árboles para alejarse de allí.

El fuego había llegado a las viviendas situadas en un extremo del campamento, desde allí venían mujeres que gritaban desesperada: «Hay niños dentro de las viviendas y las puertas están trancadas».

Peter Sanwis  indagó con una de las mujeres:

—¿Por qué están solos?

—Sus madres han salido esta mañana para comprar en el mercado de Big Creek —le respondió la mujer.

Para las casas incendiadas se dirigía Peter cuando los primeros vehículos del Cuerpo de Bomberos de Fresno llegaban al escenario dantesco. El jefe de la patrulla reconoció al instante la figura de Peter recriminándole su actitud:

—¡Peter, ya estamos aquí! ¡Vuelve a tu coche y lárgate! No tienes el equipamiento adecuado para intervenir en un incendio de esta magnitud.

Volviendo hasta el coche del que había bajado, el jefe de la patrulla sacó de él una máscara antigases y un casco ofreciéndosela al antiguo compañero:

—¡Ponte al menos esta máscara, insensato! ¿A dónde vas sin protección?  ¡Lo mejor que puedes hacer es marcharte de aquí antes de que el humo te llene los pulmones!

Peter se colocó la máscara y haciendo caso omiso de las advertencias del compañero, continuó avanzando hacia las viviendas afectadas por el fuego. Muchas de ellas tenían la  puerta abiertas de par en par, señal inequívoca de que habían sido desalojadas. Pero otras, tal como había anunciado la mujer, se encontraban con las puertas cerradas.

Para allí se dirigió diligente, junto con otros Bomberos, dispuesto a derribarlas y rescatar   a quien pudiera estar encerrado en semejante ratonera.

Blandiendo el hacha con fuerza y destreza Peter golpeaba la cerradura de la puerta de cada casa que se encontraba en su camino arrancándola de cuajo penetrando en  ellas y rescatando a los que allí indefensos se encontraban.

La oscuridad propiciada por el denso humo hacía casi imposible detectar la presencia de alguna persona que estuviera dentro del habitáculo.

Gracias a la linterna que el casco lleva acoplada, puede distinguir  tenuemente en un rincón de la habitación la figura encogida de una criatura pequeña que llora desconsoladamente llamando por su madre.

La cogió entre sus brazos y salió presuroso teniendo cuidado para no tropezar con los muebles que ardían en el interior de la casa.

Una vez en la calle pudo reconocer a la niña que tiempo atrás le había dedicado aquella sonrisa estremecedora.

—¡No llores pequeña! Yo cuidaré de ti —dijo antes de dejarla a buen recaudo con uno de los brigadistas voluntarios.

 

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domingo, 17 de junio de 2018


VERANO DE 1957      (Autor: Vespasiano)               (01/10/12)                                                                  

Desde las ventanas de las aulas de la escuela, situadas en la primera planta del edificio, ya veíamos crecidas las espigas de trigo de los campos cultivados, que circundaban los muros de la escuela. Las habíamos visto crecer durante el curso escolar y moverse, sin doblegarse, cuando el viento las empujaba simulando en su movimiento las olas del mar. Después de cuatro años de estudio, esta imagen nos anunciaba el término de la formación profesional, y había que afanarse por estudiar con ahínco, pues aprobar significaría que habíamos superado el último obstáculo y que seríamos futuros profesionales, respaldados por un diploma que así lo acreditaría.

Muchos sueños se concretarían en ese verano si al final aprobaba las asignaturas teóricas y prácticas de la formación y muchas expectativas se abrían también para mí de realizar y culminar otras actividades que había iniciado durante el curso escolar.

En junio, fiesta de fin de curso, alegría en cada uno de nosotros, y en mi particularmente por haber conseguido aprobar los exámenes, solventándolos con éxito, terminando la formación en el puesto número cuatro de mi promoción.

Inauguración del edificio multifuncional que albergaba el salón de actos y la capilla. Misa solemne; discurso de los directivos de la escuela y de las autoridades provinciales; entrega de diplomas y premios a los alumnos más destacados; abrazos y enhorabuenas; visita de los familiares y amigos a las instalaciones del centro y a la exposición de los mejores trabajos realizados durante el curso escolar por los alumnos.

Pero no acabaron aquí, para mí, las actividades del verano antes de coger las vacaciones.

En este mes participé junto con otros compañeros en el Concurso de Aprendices a nivel regional. A nuestra escuela, donde ese año se desarrolló el concurso, acudieron aprendices de otras Escuelas de Formación Profesional de Andalucía. Fui el ganador de esa prueba y ello me dio opción de participar meses después en el Concurso de Aprendices a nivel nacional que se realizó en Zaragoza, a finales de diciembre de aquel mismo año, donde quedé subcampeón de España.

En el capítulo de ocio, a primeros de julio participé en el Campeonato Nacional de Atletismo Juvenil que se celebró en Alicante, una vez que meses atrás había participado en varias pruebas atléticas, representando a la Escuela, con buenos resultados. Una de ellas había sido la vuelta pedestre a Málaga donde quedé en cuarto lugar y otra realizada en las pistas de atletismo de nuestra escuela, cuando gané con un buen tiempo la prueba de 1.000 metros lisos, ya que por aquel entonces no se disputaban en España las pruebas, hoy tan conocidas, de 800 y 1.500 metros lisos.

Para ir a competir en este acontecimiento deportivo, lo primero fue recoger la ropa deportiva que iríamos a vestir durante los días que duraron los juegos. El pantalón del chándal era tan grande que tenía que colocar la cintura del mismo, debajo de las axilas y remangarme por dentro las perneras del pantalón bombacho para que se ajustara a la altura del pié. Menos mal que la sudadera, que llevaba las letras de Málaga pegadas en el pecho, tapaba semejante vestimenta.

Para la competición, un pantalón de deporte de color azul y una camiseta blanca, ambos de muy mala calidad, pero la prenda estrella sin duda, eran las alpargatas  de tela de saco  y suela de goma con las que tendría que disputar en la pista de atletismo la prueba de 1.000 metros lisos.

Por aquellos tiempos la red ferroviaria no era como ahora; el viaje desde Málaga hasta Alicante tenía una parada obligatoria en Granada. Salimos de Málaga al medio día y al atardecer llegamos a la ciudad de la Alhambra, donde pernoctamos en una pensión de mala muerte. Al día siguiente cogimos el tren que nos llevaría a Alicante; gracias a una larga parada técnica en Alcázar de San Juan pudimos pasear por los alrededores  de la estación y comprar algún dulce típico de la región, mientras se abastecía de agua la cisterna del tren.

Este tren era tan lento e incómodo que ni Alicante ni Granada querían su paternidad, los de Granada le llamaban “el alicantino” y los de Alicante le conocían como “el granadino”.

Llegamos a Alicante al anochecer y más tarde a la cárcel “Modelo”, donde nos alojaron no porque fuéramos delincuentes. Haciendo un gran alboroto a hora bien intempestiva. Llegábamos cansados; sucios; pero animados y ruidosos, perturbando el descanso de los que ya estaban allí alojados.

La cárcel “Modelo”, había sido remodelada para que sirviera de albergue a los jóvenes, del Frente de Juventudes, que se desplazaban a esa capital para reuniones y eventos, como el deportivo que por esa fechas se iba a realizar.

La estancia en Alicante, fue muy bonita, por las mañanas íbamos a disfrutar de la playa, por las tardes paseos por la ciudad o ir al cine o asistir a alguna competición deportiva, mientras  llegaba el día que nos tocara competir a los chicos de la Delegación de Málaga. Por las noches solíamos acudir a la piscina donde se desarrollaban las pruebas de natación.

Como en nuestro grupo no había ningún responsable deportivo, nosotros no nos tomamos muy en serio la competición, así que sin ningún entrenamiento regular, ni puesta a punto yo pensaba que podría repetir la buena actuación que había tenido en Málaga. La realidad me despertó de mi tremendo error.

Yo estaba verdaderamente avergonzado de salir a la pista con aquellas alpargatas. Gracias a que habiendo hecho amistad con otros chicos de otras ciudades, y habiendo comentado con ellos este asunto, uno de aquellos muchachos que calzaba un número parecido al mío, solidariamente  me prestó su zapatillas de clavos para que corriera con ellas y así evitarme de pasar ese mal trago de mi indumentaria deportiva.

Pero ni con zapatillas de clavos, ni con “botas de siete leguas”, hubiera hecho mejor papel que quedar el último en la prueba; tanto desgaste de playa y trasnochar me pasaron la factura; apenas iniciada la carrera, no pude acompañar el fuerte ritmo de los que si se habían preparado.

La vuelta para Málaga, la hicimos otra vez en los trenes lentos y sucios de la época. De esta vez el regreso desde Alicante a Granada lo hicimos de noche, con suerte de que el tren no estuviera lleno y esto nos permitió dormir acostado en los asientos o en el hueco que había para dejar las maletas en la parte superior de cada compartimento.

Llegados a Granada por la mañana temprano, pudimos conectar con el tren que iba a Málaga, donde llegamos al atardecer.

Cuando devolví la ropa deportiva que me habían dejado para esta competición, tuve que dar detalles de mi pésima actuación, con el consiguiente bochorno por mi parte.

Pero no todo fueron malas noticias, días después fuimos llamados, a la secretaría de la escuela, los chicos que habíamos cursado la especialidad de Fresador. Una empresa madrileña de ámbito nacional perteneciente al INI, estaba interesada en contratar a varios alumnos de esta escuela y de esta promoción. Para este fin, un ingeniero de esa empresa se desplazó hasta Málaga para hacer la selección, mediante pruebas teóricas y prácticas. Superé con éxito las pruebas, siendo el único de los tres seleccionados, que fui escogido para trabajar en el taller de utillaje de dicha empresa, con lo que esto significaba, para mi crecimiento profesional y el aumento de mi experiencia laboral.

A partir de aquí, se acabaron mis vacaciones de verano, había que preparar el viaje, comprar la maleta, las ropas que había de llevar para encarar mi nueva vida lejos de la familia, etc.

A mediados del mes de julio, llegué a Madrid donde por una coincidencia, mí cuñado ya trabajaba en la capital y me ayudó muchísimo, en los primeros meses de mi estancia allí.

Fui a parar en una pensión cutre, que había sido reconvertida, ya que anteriormente fue una casa de prostitución muy famosa en Madrid, conocida como “el cuartel general” en la calle San Marcos.

En la empresa fui muy bien recibido y acogido por los compañeros trabajadores de la misma, ya que la plantilla de ese taller de utillaje, eran personas mayores y excelentes profesionales, que mucho me enseñaron durante los años que trabajé allí.

De los compañeros que hicimos las pruebas, como dije, solamente tres fuimos seleccionados para trabajar en la empresa, siendo que uno de ellos protagonizó una anécdota que a veces comentábamos. Este chico era muy introvertido y muy apegado a sus raíces, muchas veces comentaba la nostalgia de la tierra, así que cuando se le acabó el salchichón que traía de Málaga, se marchó de vuelta para allá. Nunca más tuve noticias de él.

Para aprovechar el poco tiempo que quedaba del verano, los fines de semana iba a la piscina del parque sindical, donde disfrutaba de sus instalaciones deportivas; o a la playa de Madrid en el rio Manzanares.

A principios de Septiembre me matriculé en la escuela de Maestros Industriales, con la intención de continuar ampliando mis conocimientos profesionales.

¿Pero como fue posible haber llegado hasta aquí? …

Tenía que caminar, durante cuatro años seguidos, un largo trecho desde mi casa hasta la Escuela. La misma está ubicada al final de una amplia alameda repleta de eucaliptos que margina el rio, casi siempre seco, que atraviesa la capital. Al fondo de este paseo se puede ver la fachada del campo de futbol del primer equipo de la ciudad, al lado del cual está emplazada la Escuela. Por aquel entonces no había ningún edificio construido en todo su recorrido. Por las mañanas los jóvenes que allí estudiábamos, inundábamos la alameda, llegados desde  las calles adyacentes que confluían en la misma, formando una marea azul proveniente del color de nuestras vestimentas, monos y camisas azules, que era el uniforme obligatorio de la escuela, durante las horas de permanencia en el centro.

La puntualidad era una cualidad indispensable, según los educadores, para formar el espíritu responsable, de los futuros profesionales que seríamos, al término de nuestros estudios.

Al inicio de la jornada, debíamos estar formados en el campo de deportes, en grupos que correspondían a las diferentes clases y cursos que se impartían en la Escuela, para pasar lista de asistencia.

Antes, habíamos pasado por los vestuarios, para ponernos los calzones y camisetas de deporte, que era nuestra vestimenta obligatoria, a pesar del frio del invierno, para realizar la tabla de gimnasia que deberíamos desarrollar en las fiestas de fin de curso, delante de las autoridades y de nuestros familiares y amigos.

Al toque del silbato del monitor de deportes, daba comienzo el acto protocolario del canto del “Cara al Sol”, himno que cantábamos al unísono, mientras se izaba la bandera de España.

Desde lo alto de las gradas, que circundaban la pista de atletismo y el campo de futbol, nuestro monitor vigilaba y corregía cualquier movimiento erróneo, o nos enseñaba otros ejercicios nuevos, para ampliar la tabla de gimnasia, para que resultara una exhibición vistosa, el día de la demostración.

Terminado esto, nos reuníamos en grupos, independientemente del que formábamos como clase y cada uno de nosotros practicaba el deporte que más nos gustaba; unos íbamos para jugar a baloncesto, o futbol y otros a balonmano, etc. Yo me aficioné a correr y alternaba esta disciplina con la práctica del balonmano, Días alternos salíamos a entrenar por los alrededores de la escuela, que por aquellos años eran fincas sembradas de trigo, atravesadas por caminos de tierra que separaban unas fincas de otras, uno de esos caminos nos conducía a la cumbre de un monte muy conocido en la ciudad, llamado “monte coronado” por la forma de su cima.

De vuelta a la escuela, una ducha con agua fría, nos preparaba el cuerpo para ahora sí, enfrentar el día de trabajo que teníamos por delante.

Reunidos nuevamente en el campo de deportes, nos encaminábamos seguidamente para los talleres o para las clases teóricas, de las asignaturas que componían el plan de estudio.

Durante el primer año de estudio, llamado de orientación, todos los alumnos teníamos que pasar por los talleres de ajuste; soldadura; forja; electricidad; y carpintería.

En el año mil novecientos cincuenta y cuatro, concretamente el día tres de febrero, nevó en la provincia de Málaga y también en la capital, hecho inusual y para lo cual no estábamos preparado, así que los colegios no funcionaron y los chiquillos y no tan chiquillos lo tomamos como un gran día de fiesta, pues ni nuestros abuelos habían visto nunca una cosa así.

En el taller de soldadura, en este primer año, nos limitábamos a soldar con estaño chapas de hojalata, para formar los más diversos poliedros, cuyos lados debíamos de trazar previamente y después cortarlos con unas tijeras, para después unirlos adecuadamente por medio del estañado. En este taller, aprendimos a fabricar el acetileno, en un aparato llamado campana o generador. Antes había que proceder a su limpieza diaria, retirando los residuos. A seguir debíamos rellenar sus dos depósitos o cangilones con carburo de calcio; este aparato no era muy seguro y a veces se generaba una situación de alarma y peligro de explosión.

En el segundo año de práctica (denominado fundamental), en este taller, soldábamos probetas de chapa fina de acero, empleando sopletes oxiacetilénicos en los cuales se producía la mezcla del oxígeno que era suministrado en grandes botellas de acero y a las cuales se les acoplaba un manómetro de presión. El gas acetileno venía directamente de la campana generadora. Tampoco era muy seguro este sistema pues carecía de válvulas anti-retorno de la llama. La soldadura de unión entre las chapas se producía, añadiendo el acero de una varilla que fundíamos al calor de la llama y que extendíamos haciendo un cordón en toda la longitud de la probeta.

La soldadura eléctrica solo era empleada por los alumnos que habían escogido esa especialidad. Quiero resaltar aquí la buenísima preparación que estos alumnos recibían, pues casi todos los años obtenían premios en los concursos de aprendices que se celebraban a nivel nacional o internacional. Pasados los años he vuelto a tener contacto con algunos de ellos que trabajaban en importantes empresas metalúrgicas que construían grandes depósitos de acero para las centrales nucleares, donde la soldadura de unión empleada es de alta seguridad y controlada por aparatos de Rayos X, para detectar posibles pequeñas fisuras que pondrían poner en peligro la seguridad de la instalación.

En el taller de forja, nuestro primer contacto consistía en dar forma a barras de plomo, las cuales golpeábamos con un martillo, para obtener las más variadas figuras geométricas. Al año siguiente utilizábamos la fragua y forjábamos, una vez calentadas, barras de acero dándoles formas a estas, para obtener variedad de herramientas como cinceles o buriles, además de conseguir filigranas y dibujos artísticos en pletinas de acero que curvábamos o torcíamos según cada caso.  

Las clases de electricidad, nos enseñaban a manejar materiales y herramientas utilizadas en los montajes e instalaciones eléctricas. Durante el segundo año, realizábamos en tableros apropiados, pequeños trabajos de circuitos eléctricos, como la instalación de bombillas, interruptores, alarmas, timbres, etc.

La carpintería, nos permitía realizar acoplamientos de pequeñas piezas de madera, como por ejemplo el muy conocido como “cola de milano”, además de aprender a manejar las muy diversas herramientas utilizadas por los carpinteros y ebanistas, como el cepillo, el escoplo, el berbiquí, la gubia, el serrucho o el formón, herramienta peligrosa de utilizar junto con el serrucho y que a muchos de nosotros, nos costó algún que otro accidente, en forma de cortes en los dedos o en las manos.     

El jefe del taller de Ajuste, portador de un grueso bigote, era un tipo carrancudo y severo, que parecía estar a disgusto con él mismo. Además ejercía como jefe de disciplina, durante las horas de estudio obligatorio, para los alumnos que hubieran sacado malas notas. La presencia de este señor vigilando el salón comedor, donde nos reuníamos los que estábamos castigados por este motivo, imponía un respeto exagerado, a cada uno de nosotros.

Me llamaba la atención y por ello aquí lo comento, la vigilancia exhaustiva que uno de nuestros maestros de taller, concretamente el del taller de Ajuste, donde el primer año de prácticas pasábamos horas sin parar de limar, con una lima sin dientes, encima de un trozo de acero, que inicialmente era un perfil en U. El objetivo era hacer desaparecer las dos patas de la U hasta dejar solo la base, un cuadrado que debería tener sus lados perfectamente a escuadra y la superficie del cuadrado totalmente plana. Este señor se paseaba por entre las bancadas de trabajo con una regla en la mano, con la que golpeaba la madera del banco, repitiendo de vez en cuando una cantinela con voz monótona, que decía “cada mochuelooooo a su olivooooo”.

Ya en el curso siguiente, en este taller, no teníamos que sufrir con la lima sin dientes, pero para nuestro mal, ahora nos dejábamos los nudillos de la mano izquierda que sujetaba el cincel o el buril, cuando lo golpeábamos y fallábamos el golpe que con el martillo deberíamos haber asestado en la cabeza de la herramienta, para abrir por ejemplo un canal en una pieza de acero, maniobra que habíamos de realizar para ejecutar, uno de los muchos ejercicios prácticos del curso de aprendizaje.

 

Yo, que cursé la especialidad de Fresador, al tercer año de estudios dejé de pasar por el taller de Ajuste, ya que ésta era una materia complementaria a la formación principal, centrándonos ahora fundamentalmente, en el manejo de máquinas herramientas como las fresadoras; rectificadoras; limadoras; cepillos puentes; taladradoras; escoplos, etc., para ampliación de conocimientos de las máquinas que se emplean en el trabajo que diariamente se ejecuta en un taller metalúrgico. 

A media mañana, si estábamos en clases teóricas teníamos un descanso que aprovechábamos como recreo o para compartir solidariamente un trozo de bocadillo con los compañeros, que no lo llevaran, o llevásemos.

Una de las clases teóricas que más me gustaba, eran las de dibujo, para las cuales tenía una especial aptitud, por la facilidad de interpretación espacial. El dibujo lineal de láminas, con resolución de problemas geométricos, el levantamiento de croquis a mano alzada y el dibujo de perspectivas de piezas mecánicas, eran otras actividades que bien llevaba y que mucho me han servido para mi trabajo y para ampliación de estudios posteriores.

Finalizadas las clases de la mañana, llegaba la hora de la comida, que se daba en el amplio y luminoso comedor, repleto de mesas de cuatro plazas, donde cada uno de nosotros teníamos el sitio asignado desde el inicio del curso escolar.

Un pequeño receso después de la comida, daba paso nuevamente a las clases de la tarde, ya fueran teóricas o prácticas.

Nuestros profesores e instructores eran bastante rigurosos en lo relativo a la disciplina  y el orden, siendo muy exigentes además en relación a las notas obtenidas, si habían sido malas en el mes anterior, éramos castigados  con horas extras de estudio, que se llevaban a cabo después del horario normal, en el comedor de la escuela, donde permanecíamos sentados cada uno, en una mesa diferente para evitar cuchicheos y vigilados por el jefe de disciplina, que permanecía andando por los pasillos entre las mesas, dando asistencia a quien lo necesitara, para sacar adelante la asignatura que mal llevara.

La repetición de un curso por dos veces consecutivas, era motivo para la expulsión de la escuela, así como la acumulación de faltas leves o graves, hasta tres, que podían ser por retrasos y falta de asistencia o por motivos disciplinarios.

Por aquellos años, los sábados también eran días laborables, y al término de las clases, ese día, reunidos en la nave central de los talleres, amplia y diáfana por no haber ninguna máquina instalada en ella, y cuando aún no se había construido el auditorio multifuncional, que albergaba también la capilla, rezábamos el rosario en dicha nave, todos los alumnos apiñados y de pie.  Llegado el momento de la letanía, muchos de nosotros decíamos “un automóvil” en lugar de “ORA PRO NOBIS”, a veces el soniquete de la cantinela “del automóvil” era tan perceptible, que más de una vez el capellán, viniendo desde atrás nos sorprendía y nos castigaba con algún trabajo extra, o nos ponía una falta de disciplina.

En dicha nave central y oficiada por el capellán de la escuela, asistíamos también obligatoriamente, durante todo el curso escolar, a la misa dominical.

Uno de esos domingos, lluvioso por añadidura; debido a una avería en el suministro eléctrico, un buen compañero de clase que cursaba la especialidad de Electricidad, fue designado para reparar dicha avería antes de dar inicio al culto religioso. Con tan mala fortuna, que por motivos que desconozco, murió electrocutado. Este compañero y yo, en las clases teóricas comunes a cada especialidad, siempre ocupamos mesas contiguas durante casi cuatro años y manteníamos una estrecha relación de amistad y compañerismo, incluso antes de entrar en la escuela. También se llamaba Luis. Su muerte me conmocionó profundamente, pues éramos muy buenos amigos.

Esta nave central de los talleres, también cumplía la función de recogernos en ella los días de lluvia, cuando no podíamos realizar la tabla de gimnasia en el campo de deportes.

Con relación a esta coyuntura de la lluvia, fui protagonista de una situación desafortunada, la cual aún recuerdo con tristeza, ese día llovía con fuerza y al entrar en la alameda que lleva a la escuela, no había el gentío habitual de los alumnos que diariamente caminábamos hacia la escuela, con lo cual pensé que era todavía muy temprano. Entrado en el recinto de la escuela, y ya dentro del edificio principal, al llegar a la altura de los vestuarios, que se encontraban justo enfrente a la puerta de entrada del edificio, me di cuenta de mi error, al escuchar el fuerte murmullo de los alumnos que ya se encontraban agrupados en la nave central resguardados de la lluvia. Estando atravesando el amplio corredor, antes de poder traspasar la puerta del vestuario, el monitor de deportes me vio a lo lejos y me pitó con su famoso silbato, para que me diera cuenta que me había visto llegar tarde, yo un poco asustado al saber que me iban a poner una falta de puntualidad por ese motivo, arranqué a correr hacía fuera del edificio, con la idea de rodearlo y entrar, por la puerta del taller de Automovilismo, que estaba al fondo, en la fachada lateral del edificio y que siempre estaba abierta de par en par, pero el monitor vino corriendo detrás de mí, pitando incesantemente para que me parara y me identificase, pero yo hacía caso omiso y cuanto más el pitaba, yo más corría. En el trayecto acabé arrastrando a otro compañero que también llegaba tarde y que se unió a mi carrera, para así librarse de la falta de puntualidad.

Pero cual no fue nuestra sorpresa, cuando nos dimos de bruce con las puertas del taller de Automovilismo, que ese día si estaban cerradas a cal y canto, para nuestra mala suerte.

El monitor nos alcanzó y al vernos parados e impotentes, pues no había otra salida por allí, descargó toda su rabia en nosotros, por haberle hecho correr y no obedecerle, y tal como venía nos propinó una tremenda bofetada a cada uno de nosotros, que aún recuerdo, reviviendo la prepotencia de los jefes y encargados de mantener el orden y la disciplina. Con ponernos la falta de puntualidad o desobediencia, hubiera sido suficiente, sin llegar a la agresión física.

Un día primero de mayo del año mil novecientos cincuenta y seis, (en aquellos años ese día no se celebraba en España dado el carácter reivindicativo y proletario de esa festividad) los alumnos de la escuela, recibimos la anunciada visita del Generalísimo, cuyo nombre lo llevaba la escuela, escrito con grandes letras en la fachada principal: “Institución Sindical de Formación Profesional Francisco Franco”.

El paseo, que el General hizo por los talleres de la escuela, fue visto y no visto, sin interesarse por lo que hacíamos, ni dirigirse a ninguno de nosotros, que previamente habíamos recibido instrucciones de los responsables de la escuela, para no levantar la vista ni dejar de prestar atención a nuestro trabajo, así que no recuerdo ni la vestimenta que llevaba para esta ocasión, ni si iba con ropa civil o militar.

Después de esa visita a los talleres, el general pronunció en el campo de deportes de la Escuela, un discurso al cual asistieron miles de falangistas. En ese viaje del Caudillo a la ciudad de Málaga inauguró el Hospital Carlos Haya y la nueva Casa de la Cultura ya que la anterior que había prácticamente en el mismo lugar, había sido demolida para acceder a las excavaciones del Teatro Romano recién descubierto.

Al término de la jornada diaria, debido a la ayuda que España recibía de los EE.UU. nos daban al que quería recibirlo, un trozo de queso y un vaso de leche en polvo, para combatir la escasez de comida que había por aquellos años. Ambos, queso y leche, tenían un sabor extraño para nuestro paladar.

Al atardecer nuevamente se llenaba de vestimentas azules de los muchachos que volvíamos para casa, la alameda o paseo llamado de Martirícos, por haber sido lugar de ejecución de Santa Paula y San Ciriaco patronos de la ciudad de Málaga.

Llegados a casa, si no estabas castigado con horas extras de estudio en la escuela, era necesario repasar las asignaturas del día siguiente, mientras mi madre preparaba la cena para todos los hermanos.

La escucha de la radio en familia diariamente después de la cena, era práctica habitual y motivo de reunión familiar y de unión entre todos los miembros de la casa.

Más tarde nos íbamos para la cama a descansar, para poder enfrentar el próximo día de trabajo de cada uno de nosotros.

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