sábado, 24 de octubre de 2015

Memorias de un Guardameta.      (18/08/2015)               

Los entrenamientos del martes y del jueves de aquella semana los hicimos jugando contra los integrantes del primer equipo. ¡Que ilusión! ¡Entrenar defendiendo la portería frente a aquellos profesionales!
No sé cuántos goles nos marcaron, pero si recuerdo las paradas que pude hacer, durante el calentamiento, a disparos de los delanteros, y las salidas temerarias, durante el partidillo, a los pies de aquellos corpulentos jugadores. 
Domingo por la mañana. Reunión con los compañeros. Espera impaciente por la llegada del entrenador.
Al subirnos al autobús del club, con logotipo y escudo incluidos, me acompañaban la sensación de pertenecer a un gran equipo de fútbol y los sueños de grandeza profesional y deportiva futuros.
Al llegar al pueblo vecino, como solía ser habitual, nos esperaba el recibimiento hostil por parte de la hinchada contraria que a veces me intimidaba.
En el frío y cutre vestuario del equipo contrario, distribución de las camisetas. ¡Alegría porque voy a jugar de titular! Responsabilidad y nervios.
Charla del entrenador. Consejos tácticos y consignas de motivación colectiva.
Aquel partido era el último del campeonato de ese año. Necesitábamos al menos un punto para mantenernos en la categoría.
En mí, la tensión a flor de piel.
« ¿Por qué estaba allí sufriendo?» — Me preguntaba.
« ¡Desafío personal y de autoestima!» — Me respondía.
La salida al campo, acojonante, entre la afición contraria que había hecho una especie de pasillo que teníamos que atravesar, escuchando improperios de la más diversas categorías.
El sorteo de saque de inicio y cambio de portería nos deparó jugar contra el Sol la primera   parte.
La gorrilla calada hasta las cejas. Ajuste de las rodilleras y coderas. El campo, de tierra, aconsejaba a tomar todas las precauciones posibles contra golpes y deslizamientos.
La primera intervención en cada partido para mí era decisiva, necesitaba coger aplomo y seguridad, pero también sabía que habría de acompañarme la buena suerte.
Pitido inicial. ¡Fuera preocupaciones! ¡Había que ganar!
…Y allí estaba mi primera oportunidad. Cubrí el poste más cercano a la jugada previendo un disparo hecho sobre la carrera, pero el extremo decidió centrar. El balón caía sobre el área grande y salí con decisión para atajarlo. Esto me tranquilizó.
¡Pero quedaba una eternidad! Y a pesar de disfrutar jugando yo quería que el partido ya hubiera terminado.
Mediada la primera parte, corría como un gamo hacia la portería, el delantero contrario con el balón controlado. No había tiempo para titubeos, salí a la desesperada, y sin pensarlo dos veces me arrojé al suelo arrebatándole el balón de los pies cuando se disponía a disparar.
…Había acabado el primer tiempo, ¡ya no había en mí ningún vestigio de intranquilidad!
A la reanudación, la tónica del partido seguía el mismo guión de la primera parte. En un momento de agobio por el acoso del equipo rival, me estiro hasta la base del poste derecho donde consigo con apuros, desviar a córner un balón que se colaba.
¡Saque de esquina! ¡La jugada que más temía! El área llena de jugadores, propios y contrarios. ¡Empujones! Marcajes férreos para evitar el remate de los contrarios.
Sabía que el área pequeña me pertenecía, sabía que debía mandar allí pero si la pelota venía abriéndose debería salir con toda la fe del mundo para atrapar el esférico entre las cabezas de propios y ajenos.
Y así fue. El balón venía con fuerza y caía en una zona entre yo y los jugadores que defendían y atacaban. Medí la distancia mentalmente. Entonces salí de la cueva y me elevé estirando los brazos al límite, por encima de los demás, atrapándolo con firmeza.
…Corría el minuto setenta y cuatro; el marcador cero a cero. Por la banda libre de obstáculos se desplazó el extremo contrario como una flecha hasta llegar a la altura del pico del área. Con habilidad y colocación soltó un zapatazo que convirtió aquel balón en un centro medido. Yo calculé mal la salida o titubeé una fracción de segundo y el balón me sobrepasó. El delantero lo golpeó con la cabeza y certeramente lo clavó dentro de mi portería.
El sentimiento de impotencia y frustración que se apoderó de mí, era imposible de disimular. ¡Mi fallo podría costarnos el descenso!
Si el partido ya era complicado antes de recibir el gol, ahora era casi imposible contener el ímpetu del equipo contrario que jaleados por un público incontinente detrás de las vallas de protección, se situaban casi al borde del terreno de juego, donde unos pocos guardias municipales no conseguían mantenerlos a raya.
Los ataques a nuestra portería se sucedían unos tras otros, pero afortunadamente fueron cortados por nuestra defensa o los disparos salieron lamiendo los postes.
Pero yo confiaba que llegaría alguna oportunidad que me resarciera de aquella aciaga intervención.
Y ya casi en los minutos finales, ¡sucedió!
Se jugaba cerca del área grande donde los delanteros contrarios triangulaban, intentando sobrepasar nuestra tocada defensa.
Yo estaba tapado por las piernas de tantos jugadores, ¡no veía donde estaba la pelota! Me incliné hacia la derecha justo a tiempo para ver como el delantero más hábil había recibido un pase magistral. Controló el balón y disparó dirigiéndolo hacia aquel lado de la portería que hacía un instante estaba desguarnecido. El trallazo le salió a media altura. Yo volé hacia el balón. No lo despejé. Lo bloqué con firmeza. La fuerza del impacto me hizo girar el cuerpo en el aire. Pero no solté la pelota. Caí al suelo protegiendo el posible escape del esférico de entre mis brazos.
¡No quise detenerme a disfrutar de aquella sensacional parada!
Percibí que aquel casi cantado, pero frustrado gol, había dejado al artillero lamentándose, y a los jugadores contrarios incrédulos y parados. 
Me incorporé rápidamente y saqué fuerte hacia la banda derecha donde estaba nuestro extremo. Éste hábilmente, al recibir el balón, lo metió en profundidad hacia el centro del campo donde nuestro espigado y rápido delantero, lo ganó en la disputa con el defensa contrario. Avanzó hasta ver la salida del portero, al que le cruzó el balón poniéndolo fuera de su alcance y... ¡Goooool!
«¡El empate nos salvaba!»
«¡Gracias Juanín!» «¡Qué peso me has quitado de encima!»
…A la temporada siguiente, el míster me citó y me comunicó:

— Podrás seguir con nosotros hasta que cumplas los dieciocho años. Pero no podrás entrenar con el primer equipo, como pretendíamos. —Eres valiente, tienes colocación, vas muy bien por bajo y tienes óptimos reflejos... — ¡Pero te faltan centímetros para jugar en ese puesto! 


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domingo, 11 de octubre de 2015


De cómo se conocieron Caperucita Roja y Blancanieves.   (15/03/14)

Era un bonito día de sol y Caperucita iba como siempre a la casa de su abuelita para llevarle la comida, caminaba cantando alegremente y recogiendo del campo, tan florido por causa de la primavera que recién había comenzado, las más bonitas y coloridas flores que exhalaban un perfume suave y duradero.
De repente el cielo se oscureció y una gran tormenta de agua parecida a un diluvio inundó el camino por el que transitaba nuestra amiga, que de repente se vio arrastrada violentamente por la riada ladera abajo, cuando muy asustada y sin poder asirse a cualquier rama o tronco de árbol para impedir la caída, se agarraba con fuerza a la cestita de mimbre en la que llevaba la comida para la abuela. Comida que ya se había caído de la cesta perdiéndose entre las aguas turbias.  Así que ella sacando fuerzas de donde podía y tomando impulso se montó en la cesta que flotaba por encima del agua. La corriente la arrastraba con tal fuerza que la hacía subir velozmente por encima de los montes que rodeaban el bosque. Así pasó mucho tiempo hasta que la lluvia cesó; entonces la fuerza de la riada fue disminuyendo y el nivel del agua fue bajando hasta que Caperucita quedó retenida por unos arbustos en los que quedó enganchada.
Muy asustada bajó hasta el suelo enfangado y se llenó de barro sus lindos zapatitos que había estrenado aquella misma mañana, y rompió a llorar desconsoladamente, diciendo para ella misma:
« ¡Oh Dios mío! ¡No sé dónde estoy!» « ¿Cómo voy a hacer para llegar a mi casa o a la de la abuelita?» « ¡Ahora que no tengo ninguna comida ni miel que llevarle!» « ¡Ya que el agua ha arrastrado todo lo que llevaba en la cesta!»
Poco a poco las nubes se fueron alejando y se abrieron grandes claros en él cielo, que permitieron dar paso a la luz del sol; así que Caperucita pudo ver a lo lejos el camino que bajaba hacia el valle, donde había un río caudaloso y una gran cantidad de árboles frondosos que por motivo de la avalancha de agua habían perdido todos sus frutos.
Hacia allí se dirigió y al poco tiempo descubrió una casita blanca con varias ventanas de madera pintadas de diferentes y vivos colores muy llamativos. De su chimenea salía una columna de humo que el viento esparcía por el valle, al mismo tiempo que traía olores de alguna comida sabrosa que sin duda se estaría cocinando en el hogar.
Cuando llegó cerca de la casa vio una ventana abierta y se acercó con la intención de pedir ayuda.  Cual no fue su sorpresa cuando vio allí dentro de la casa una linda joven, cuya cara era blanca como la nieve, que sentada a la mesa con unas criaturas pequeñas consumían las viandas que tenían colocadas sobre un bonito y bordado mantel.
Caperucita al ver a la chica tan bonita y tan frágil y a los enanitos, sintió envidia de ella porque la vio feliz y acompañada, mientras ella estaba sola con su madre y además la abuelita vivía lejos de su casa y todos los días tenía que jugarse el tipo cruzando el bosque con miedo que el lobo la atacase. 
Así que pensó en marcharse sin pedir ayuda, pero hizo ruido sin querer y esto llamó la atención de los enanitos que salieron a la puerta para ver qué había ocurrido. Entonces vieron a Caperucita que estaba chorreando de agua. Así el enano más pequeño, que además era mudito, se aproximó hasta ella y cogiéndola de la mano la llevó hasta la puerta de la casa y le indicó que entrara. Allí los otros enanitos la acogieron con sonrisas y le dijeron que se sentara con ellos.
Blancanieves al verla tan mojada le ofreció uno de sus vestidos y le dijo que se secara el pelo y la cara para que no cogiera frío. Al enanito mudo, aunque no puede hablar, se le nota en los ojos la admiración que siente por Caperucita y por su vestimenta tan llamativa de color rojo. Todos estaban alegres ante la posibilidad de tener en un futuro una amiga tan bonita como Caperucita.
Una vez  que Caperucita se hubo cambiado de ropa, Blancanieves y los enanitos empezaron a preguntarle cosas para saber su nombre, donde vivía, porqué y como había llegado hasta allí.
Así que se hicieron amigos y empezaron a cantar y bailar celebrando el encuentro. Después prepararon una suculenta merienda con nueces, castañas, almendras y moras de zarza.
Más tarde todos jugaron al corro de la patata. Hicieron tanto ruido que llamó la atención del lobo, que estaba sin comer desde hacía mucho tiempo. Éste se presentó de repente en la casa y arrancó la puerta de cuajo pensando en el festín que se iba a pegar comiéndose a los siete enanitos. ¡Pero cuál fue su sorpresa cuando vio a Caperucita sentada a la mesa! Ésta armándose de valor cogió la cesta de mimbre en la que llevaba la comida de la abuela y se la arrojó con toda su fuerza al lobo, que ya estaba prestes a agarrar a uno de los enanitos que corría despavorido  a esconderse; éste quedó por un momento medio aturdido por él golpe. Los enanitos  aprovecharon esta coyuntura y se encaramaron a una mesa y formaron una torre subiéndose unos encima de otro. La torre humana era difícil que se mantuviera en equilibrio y, a punto estuvieron de caerse cuando el lobo enrabietado se abalanzó sobre Caperucita que corría a esconderse debajo de la mesa donde ya estaba protegida Blancanieves.
Pero he aquí que surgió de repente la figura gallarda del Príncipe Fernando que cortejaba a Blancanieves, que rápidamente le asestó tal golpe con su espada en la cabeza al lobo que se la cortó.
Después de esto, el Príncipe al ver a Caperucita, se quedó prendado de ella y se ofreció para llevarla a casa de su abuelita antes que se hiciera de noche ya que Caperucita no sabía dónde se encontraba y no podía volver a su casa pues no conocía el camino. Prepararon  los enanitos la cesta de Caperucita llenándola de frutas, nueces y miel para que las llevara a su abuela.
Al despedirse Caperucita prometió volver a visitarlos y jugar con ellos y montando a la grupa del caballo del Príncipe ambos se alejaron a galope.
Después de dejar a Caperucita en la casa de la abuela, y entregarle los regalos que llevaba para ella, marcharon a la casa de Caperucita donde la madre ya estaba preocupada por la tardanza de ésta, pues el lobo siempre estaba merodeando por el camino a la captura de los niños que distraídamente se adentraban en el bosque sin sus padres.
De vuelta a la casa de Blancanieves, el Príncipe iba pensando por el camino si no sería mejor cambiar de pareja y casarse con Caperucita, así que paró de galopar y se apeó del caballo. Entonces cogió una margarita de las muchas que había por el campo al borde del camino, y comenzó a deshojarla diciendo: blanca, roja, blanca, roja, blanca, roja, blanca. Quiso la suerte que el último pétalo fuera para Blancanieves, pues sino tendrían que haber cambiado el cuento. Así que Blancanieves y el Príncipe se casaron  después de algún tiempo y Caperucita estuvo presente en la boda y fue la dama de honor junto con los enanitos que ejercieron de pajes llevando las arras y los anillos.
Por supuesto que Caperucita fue muchas veces a la casa de los enanitos para jugar con ellos y celebrar que el lobo malvado ya no volvería a    molestarlos nunca más.
Y colorín colorado, esta historia extraña y desconocida se ha terminado.
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La venganza del taxista                       (20/01/2014)
   
El taxista Rafael Contreras, ¡juró que se vengaría!
Nunca pensó que tendría que vivir una situación tan complicada, que le afectara en su vida cotidiana hasta el punto de tener que renunciar a su familia.
Era una fría y lluviosa noche de invierno cuando este hombre joven de 35 años, muy trabajador y al cual no le importaba hacer el turno de noche para llevar a su casa un buen salario que mejorara las condiciones de vida de su mujer y su hija, transitando por una desierta calle del barrio de Bombalí fue requerido para hacer una carrera. Frenó el taxi y aparcó cerca de la acera para que subiera el peatón que había solicitado sus servicios. Aun no había bajado la bandera del taxímetro, cuando vio como subían rápidamente al taxi otras dos personas, una de ellas portando un maletín que escondía lo mejor que podía debajo de la gabardina que vestía.
— ¡Llévenos a la calle Pozo Azul! —Dijo uno de los hombres.
— Al restaurante Panza Llena, —añadió el que parecía llevar la voz cantante del grupo.
Rafael inició la carrera sin hacer comentarios, a pesar que su carácter era muy abierto y cordial; tampoco eran muy dicharacheros y locuaces los clientes que llevaba en el asiento trasero.
Llegado al sitio convenido, se apearon los tres ocupantes, dejando el maletín deliberadamente en el asiento trasero, no sin antes advertirle a Rafael que la carrera la pagaría un cuarto personaje que inesperadamente apareció en escena, subiéndose al taxi y solicitando de forma desabrida:
—Llévame a la calle Montenegro, al lado del Centro Comercial “Gástate la Pasta”—.
Durante el trayecto, por el espejo retrovisor Rafael veía como el pasajero se mostraba bastante inquieto y, cual no fue su sorpresa cuando éste aprovechando que el automóvil disminuía la marcha al tomar una curva, abría la puerta trasera y se arrojaba en marcha, rodando por la calzada para después levantarse agilmente y correr perdiéndose entre los soportales, dejando el maletín olvidado en su huida.
Aún no se había recuperado del susto Rafael, cuando intentaba aparcar para cerrar la puerta que el pasajero había dejado abierta al arrojarse al suelo. Entonces se vio interceptado por dos coches de la policía del cual bajaron unos agentes, que pistola en manos le dieron el alto y lo maniataron.
Requisado el maletín, se descubrió el contenido del mismo; cocaína de la mejor calidad. Rafael no supo explicar la procedencia de la misma y mucho menos convencer a la policía que no tenía nada que ver con aquello.
Fue juzgado y, condenado a tres años de prisión en la cárcel de la ciudad, por tenencia y   tráfico de drogas.
Durante su estancia en el penal solo pensaba en como vengarse de esos canallas que le habían destrozado la vida, haciendo que su matrimonio se rompiera y con él el cariño y el contacto de su pequeña hija.
Cumplida la condena, ya libre; sin trabajo, sin taxi, ni casa donde vivir, se sumergió en el mundo del hampa y de los narcos con el fin de localizar a los mal nacidos que le habían arruinado.

Trabajó para varios clanes hasta hacerse con un buen nombre y cierto prestigio dentro del mundo del narcotráfico, haciéndose respetar entre los mafiosos.
No sin trabajo y muchas horas de dedicación pudo por fin localizar y contactar con el jefe del clan que le metió en chirona. Le propuso a éste una operación en la cual ganaría mucho dinero, pues había un cliente muy rico que él conocía y, que estaba muy interesado en adquirir una gran cantidad de droga.
Fijado el lugar y la hora, allí se presentaron con el alijo. Pero allí también estaban, aunque bien escondidos, hasta la hora de intervenir, los policías que previamente habían sido puestos en alerta por el taxista; que abortaron la operación y detuvieron a los traficantes y requisaron toda la mercancía.
A estos criminales les cayeron unos cuantos años de cárcel, por supuesto muchos más que los que cumplió el taxista. Estos aún siguen cumpliendo condena en la cárcel de alta seguridad de la capital de su país.

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Anhelo -   Autor Vespasiano           (28/08/2015)

Anhelo.

Corría el año 1950. Ayer, como quien dice. Un día aciago del mes de septiembre lloró desconsoladamente por la muerte de su padre. Algunos meses después lloraría tristemente cuando supiera que los Reyes Magos, sin dinero, no le traerían ningún juguete. Él esperaba ansioso recibir una humilde pelota de goma que le daría la potestad de jugar con sus amigos.
Nuevamente se quedaría fuera del equipo. ¡Como siempre! A lo sumo, si era persistente, lo dejarían jugar de portero en el tiempo de descuento…


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Batucada - por Vespasiano        (Reescrita en 31/08/2015)

BATUCADA

El buque había dejado atrás el puente Rio – Niterói. Habíamos pasado por debajo de su inmensa estructura de hierro y cemento, y nos adentrábamos lentamente en la bahía de Guanabara.
El esplendor de las diferentes tonalidades del verde de las montañas que la rodeaban, contrastaba con la roca inmensa del Pan de Azúcar que emergía magnánimo de las profundidades del mar.
A lo lejos podía divisar el Cristo Redentor en la cima del Corcovado, acogiéndonos con sus brazos abiertos a todos los pasajeros.
El navío se aproximaba despacio hacia la entrada del puerto dejando a la izquierda el antiguo aeropuerto Santos Dumont.
Había decidido olvidar el fracaso amoroso de mi relación con Ana. Después de tantos años de convivencia, el tedio y la rutina se habían apoderado de nosotros, llevándonos a un distanciamiento que no nos proporcionaba ningún placer. En sus años jóvenes Ana fue una mujer cariñosa, afable y amiga, y por eso habíamos sido confidentes y compañeros, en el viaje de la vida.
Debido a un problema hormonal no pudimos tener hijos, que hubieran permitido mantenernos más unidos.
Por causa de infidelidades, estábamos inmersos en un proceso de divorcio, que la sacaban de quicio y le hacían aflorar su mal carácter
Desde la barandilla en la que me encontraba podía ver la cubierta de la proa del barco, donde marineros se afanaban por realizar las maniobras de atraque, con las ayudas inestimables del buque remolcador y del práctico del puerto.
Ensimismado en mis pensamientos, la vi cuando se quitó las gafas de Sol para contemplar en toda su plenitud la belleza del entorno. En el brillo de sus ojos pude adivinar la satisfacción que todo aquello le producía.
Entonces me atreví a decirle:
—¡Increíble esta ciudad!
Ella me miró y dijo:
—¡Sin duda!, —¡Así es mi tierra!
Sonriendo me preguntó:
—¿Qué le parece esta maravilla?
—¡Es asombroso! —exclamé.  —¡Pero tendré que volver mañana! —¡Pues desde que la he visto, no sé decir qué me ha impresionado más, si esta exuberante naturaleza o esos ojos maravillosos que embellecen su cara!
Se ruborizó la mujer que ya habría cumplido los cincuenta, aunque su rostro terso reflejaba lozanía y dulzura.
Entonces ella se retiró discretamente despidiéndose de mí.
—¡Hasta luego! —dijo mientras se alejaba.

A la mañana siguiente, sin embargo, yo estaba ansioso por conocer la ciudad y los puntos turísticos más emblemáticos. Dudaba entre subir en el teleférico hasta el Pan de Azúcar, que tanto me había impresionado, o ver de cerca el famoso Cristo Redentor.
Decidí entonces coger el trenecillo que me llevaría hasta la cumbre del Corcovado.
Mientras el taxi se acercaba a mi destino, ¡me sorprendía ver cómo tanto verdor y tanta montaña podían estar metidos en el mismo corazón de la ciudad!
En la estación, unos músicos callejeros anticipaban las canciones folclóricas, que anunciaban la proximidad de la folía.
Al entrar al vagón: ¡Oh sorpresa! ¡Nuevamente tenía a aquella encantadora mujer delante de mis ojos!
Sin ningún pudor me senté a su lado.
—¡Qué alegría más grande volverla a encontrar! —le dije.
—¡Pues sí qué es coincidencia!  —asintió ella sorprendida.
Armándome de valor continué:
—Estoy impresionado con su porte señorial y su belleza. Aunque eso es superficial, ya lo sé; y por eso, lo que yo desearía por todo el oro del mundo, sería conocerla mejor para poder enamorarme de usted.
Entretanto, el tren ascendía lentamente entre la vegetación frondosa del parque natural, donde simpáticos titís brincaban de rama en rama.
Juntos admiramos la grandiosidad del Cristo, que abraza simbólicamente a toda la población carioca, y contemplamos desde allí toda la belleza de aquella ciudad y su deslumbrante bahía.
Y hablando de nuestros respectivos planes futuros, paseamos durante toda la tarde.
En un momento dado Gabriela me confesó:
—Yo tampoco he sido muy feliz en los últimos tiempos... Desgracias personales me han afectado seriamente, y después de un largo período de rehabilitación, ¡es ahora cuando empiezo a sentirme más segura y con ganas de vivir!
... Caía la noche lentamente sobre la Iglesia de Nuestra Señora de la Gloria del Otero y mirando desde su explanada la playa de Flamengo, me atreví a coger su mano. La electricidad recorrió todo mi cuerpo. Aproximé mi rostro al suyo, y sin podernos contener, nuestros labios se buscaron tiernamente. Aquel beso deseado aceleró mi ritmo cardíaco. Fue entonces cuando, adelantándome al inicio de la “batucada”, en mi mente y en mi corazón "los tambores comenzaron a sonar".

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LOS RECUERDOS DEL ABUELO                          

    Carátula y Foto      
1º    INDICE
 2º   Prólogo
 3º   Mis primeros pasos por el mundo.
 4º   Sobre la familia, las fiestas y tradiciones.
 5º   Recordando la Semana Santa.
 6º   Mi equipo de futbol.
 7º   Mis siguientes pasos por el mundo.
 8º  Una jornada en el campamento.
 9º   Un día en la escuela allá por los años cincuenta.
10º  Verano de 1957.
11º  Mi primer trabajo en Madrid.
12º  Tiempo de transición.
13º  Mi amigo.
14º  Hablando de emigración.
15º  Sao Paulo y yo.
16º  Historias de una Pensión.
17º  Carnaval y otros recuerdos.
18º  Naturaleza….Mi primera acampada libre.
19º  Paseando por el parque.
20º  Acampando por Brasil.
21º  Un paseo a la isla del faro.
22º  Belo Horizonte.

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Los Recuerdos del Abuelo