jueves, 1 de diciembre de 2016

Pecados de juventud
“Dicen que todos tenemos un doble en alguna parte. Recuerdo como mi nieto, Damián, se las hizo pasar canutas a aquel chico.
Damián no tenía recuerdos de su padre ya que murió soterrado en una mina de León poco después que él naciera, allá por el año 1918. Desde muy niño fue pastor de ovejas y me acompañó durante años por la sierra de Gredos y los campos de Castilla.
Durante la trashumancia solíamos entrar en los pueblos del camino, donde nos deteníamos apenas el tiempo necesario para que el rebaño bebiera en el abrevadero de la plaza”.
“Aquella tarde en Candeleda, a la salida del colegio, lo vimos acercarse a la fuente del Castillo llevando detrás a casi todas las chicas del pueblo. Pero él no advirtió que su doble estuviera tan cerca.
Me sorprendió el parecido tan grande que tenía con Damián.
En ese momento pensé: «¿Será que mi hijo estuvo por aquí haciendo de las suyas?»
—Abuelo, ¿Por qué ese muchacho está bien vestido y calzado y nosotros andamos por el campo con unas alpargatas?  —preguntó—  ¿Por qué él puede ir al colegio y yo tengo que andar cuidando del ganado y de nuestro perro Yago?  —Continuó diciéndome bastante abatido.
No pude responderle. ¡Se me quebró el corazón! «¿Qué adelantaría decirle que las reformas que había prometido el Gobierno de la República estaban siendo sistemáticamente boicoteadas y no llegaban  a las clases más pobres de nuestra tierra?»
Durante el trayecto de regreso al aprisco, no paró de darle vueltas en su cabeza a la escena que habíamos presenciado en la plaza del pueblo.
—¡No es justo! —repetía.—  Todos los jóvenes teníamos que tener derecho a ir a la escuela, a vivir en una casa y a tener ropa decente que ponernos”.
“Aquel duro invierno de 1934, nos quedamos alojados en la majada de Poyales del Hoyo.
Damián había tomado la decisión de bajar cada día a Arenas de San Pedro para acudir a la Casa del Pueblo, donde se afilió al Partido Socialista y allí le enseñaron a leer y escribir.
Con el paso del tiempo supimos que aquel chico se llamaba Roberto y era hijo único del mayor terrateniente de aquel pueblo del valle del Tiétar en la provincia de Ávila”.
“En aquellos años las diversiones de los jóvenes pudientes de Candeleda, aparte de ir al cine, eran: jugar al futbol en invierno y bañarse en verano en el rio Garganta de Santa María. Actividades que Roberto tenía prohibidas por sus padres.
Por eso, en esas ocasiones, nunca estaba con el grupo. Entonces mi nieto se dejaba ver a propósito, y les quitaba la ropa a los que estaban jugando, que presentían era una broma que les había gastado su amigo y continuaban despreocupados dándole patadas al balón.
Pero si estaban bañándose, la cosa era diferente; la burla les obligaba a volver a sus casas en paños menores, siendo el hazmerreír de todos los vecinos.
Cómo era lógico las broncas que le echaban sus amigos por semejantes barrabasadas eran grandes y a veces le dejaban alguna que otra marca en la cara.
Roberto intentaba explicarles que no tenía nada que ver con aquellas fechorías, pero ninguno le creía”.
“…Llegó septiembre de 1935. Damián se arregló con las mejores ropas que les había quitado a los muchachos del pueblo y se calzó unos bonitos zapatos que le venían que ni pintado.
Aquella noche bajó a Candeleda y se incorporó a las fiestas de la Virgen de Chilla. Allí, en la plaza mayor, todos estaban bailando al son de una pequeña banda. Él se dirigió a la chica más bonita del grupo:
—¿Bailas, muñeca?
—¡A qué viene eso, Roberto! ¿Desde cuándo me llamas muñeca, no sabes mi nombre? ¿O es que el último mamporro de tu padre te ha dejado idiota?
Ni le contestó. La agarró por la cintura y la condujo bailando hasta un rincón apartado de la vista de los demás y le robó un beso que le supo a gloria.
—¿Quién eres tú, que bailas tan mal? —le espetó la chica.
En vez de responderle, Damián la besó nuevamente.
—¡Bailas muy mal!¡Pero besas divinamente! —le dijo entre avergonzada y satisfecha”.
“…Al estallar la guerra civil en el verano de 1936, a pesar de la diferencia social e ideológica que había entre ambos, de las travesuras que Damián le hizo padecer durante años; y aun habiéndole quitado la novia, Roberto le salvó la vida a mi nieto escondiéndolo en la finca de su padre.
Muchas veces me he preguntado a lo largo de estos años:
«¿Sería la llamada de la sangre?»”


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martes, 1 de noviembre de 2016

PALADARES EXQUISITOS


Londres 1870. El “chef” Christian Haggard, poseedor de varios galardones culinarios, tenía el reconocimiento de la alta burguesía londinense, por ello diariamente, su restaurante “Goring Room” ubicado muy próximo al Parlamento Británico se llenaba también de renombrados políticos y comensales aristocráticos.
Su equipo de trabajo lo formaban experimentados cocineros, que el mismo había reclutado de otros afamados fogones tanto del país como de la vecina Francia.
Tenía a su servicio un pequeño grupo de ayudantes aprendices. Pocos chicos eran capaces de soportar la presión del trabajo y el carácter autoritario, rayando en el despotismo, del propietario del local.
Dentro de ese grupo de chavales, uno destacaba por encima de los demás, las tareas que le asignaban, las desarrollaba con soltura y eficacia. Su nombre era Luke muy querido por sus compañeros, dado su carácter afable y servicial. Sentimentalmente le unía un lazo de parentesco con el “chef”. Era hijo de su difunta hermana, a la cual le juró que cuidaría de él hasta que cumpliera la mayoría de edad. Este moraba en el sótano del restaurante donde su tío le tenía asignada una pequeña habitación y un minúsculo baño.
Si alguna vez otro restaurador le pedía algún aprendiz para llevárselo a su empresa, este dejaba ir al menos aventajado del grupo. Pero nunca se desharía de los servicios de Luke.
—Señor Haggard, este guiso está excelente, quiero felicitarle por la innovación que ha introducido añadiéndole ese toque de cúrcuma —le dijo Lord Kingsley cuando este pasaba entre los comensales para saludarlos e interesarse por la buena acogida de sus platos.
—Muy agradecido “my Lord” —respondió el chef al mismo tiempo que pensaba: «Dios mío, tengo que ver quién ha cometido semejante herejía culinaria».
Diariamente, después del cierre del local, este anotaba en un cuaderno de recetas sus notas personales sobre los platos elaborados, que guardaba celosamente bajo llave en su mesa de trabajo.
Pero aquella noche reunió a todos los trabajadores y les inquirió sobre la modificación de uno de sus platos sin su conocimiento. Ninguno de ellos se identificó como el autor. El “chef” maldijo, como era habitual en él, jurando que despediría sin ningún miramiento al que se atreviera a cambiar alguna de sus creaciones.
Después de aquella llamada de atención a su personal, el chef repitió la fórmula del guiso añadiéndole ese toque de cúrcuma que el ilustre comensal tanto había elogiado. El resultado a su paladar fue indescriptible, cambiando su opinión de “herejía culinaria” de forma inmediata a “condumio divino”.
Se aproximaba la fecha de la visita del Comité Gastronómico. Cada año dicho Comité valoraba los más afamados restaurantes y premiaba al mejor de la ciudad otorgándole el galardón y la medalla correspondiente.
…Aquel día había nervios y correrías en la cocina bajo su enérgica supervisión. Los cocineros preparaban las carnes y salsas, con la inestimable ayuda de los aprendices que les suministraban solícitos las especies y yerbas aromáticas que estos le pedían. Como siempre, era Luke el más solicitado por los maestros cocineros que además le permitían elaborar el majado, por el punto exacto y la textura que conseguía.
—Señor Haggard, sin duda el aroma de su “chutney the appel” añadido a ese sabor increíble de eneldos y jengibre, hacen de él una creación inigualable. Sin duda lo propondremos para ganar el primer premio de alta gastronomía —le dijo lleno de satisfacción el presidente del Comité.
Un ataque contenido de ira le hizo subir la sangre a la cabeza. Intentando no desconcentrarse del momento, agradeció los elogios:
—Muy honrado por su consideración, señor Presidente. Aguardaré expectante el resultado final de la votación —dijo; mientras tanto pensaba: «Quién será ese hijo de puta, que jode mis creaciones pero las supera con creces. ¡Tengo que acabar con él!».
Indignado espetó al cocinero que preparó aquel plato seleccionado por el Comité. Este le juró por su honor que nunca le traicionaría. Entonces indagó sobre quien le había ayudado a preparar la salsa de aquel plato.
Como castigo a su mal proceder el tío golpeó con saña a su sobrino. Posteriormente lo mantuvo durante algún tiempo encerrado y privado, la mayoría de los días, de alimentación, hasta que pudo deshacerse de él con la ayuda de unos vagabundo, a los que pagó, para que lo arrojaran al rio Támesis.
Cuando sus compañeros y amigos preguntaban por Luke; el tío respondía:
—Lo he mandado a París, para que siga aprendiendo, pues tiene un potencial increíble para la cocina.


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martes, 6 de septiembre de 2016


Mis primeros pasos por el mundo  (3)                                                                           

 

Escenas de películas como “La cadena invisible” con Elhizabet Taylor adolescente, “Gascón el zurdo”,  ”Beau Geste”, “Murieron con las botas puestas” con Errol Flint,  o  “La vida secreta de Walter Smits” con Danny Kelly, se cuelan en mi cabeza haciéndome recordar aquellos alegres años infantiles.   

Cosas típicas de la ciudad y que prácticamente han desaparecido son los puestos de chumbos que frescos y pelados para evitar las espinas, te ofrecían los vendedores pregonando su mercancía diciendo “chumbos gordos y reondos”.

Otra figura desaparecida pero no olvidada, por causa del monumento que hay cercano al puerto, es la del “cenachero”, cuando este pasaba voceando por las calles el rico pescado que llevaba en unos capachos que colgaba con garbo de sus brazos en jarra, para soportar el peso de la mercancía que pregonaba.

Personajes conocidos de aquellos tiempos en la ciudad, me vienen a la memoria, como Mariquilla “la loca”, que nos corría por las calles cuando perversamente nos metíamos con ella. O el “puto Pedro” un pobre hombre pacífico, sin muchas luces, con un hatillo bajo el brazo, que a todo lo que se moviera o no, le anteponía la palabra puto o puta, según fuera masculino o femenino. Ambos vivían de la caridad pública.

Recuerdo al sujeto un poco “ido de la olla”, filósofo callejero no exento de chispa y gracia, de nombre Matías que según los comentarios de la gente, antes cuando cuerdo, había sido oficial de la Legión y compañero de Millán Astray (General, fundador de dicho cuerpo militar), y que ahora encaramado en cualquier lugar un poco prominente de la calle o plaza donde se encontrara, arengaba a los viandantes que se congregaban, para escuchar sus hilarantes discursos que siempre terminaba dando un fuerte zapatazo en el suelo y diciendo: ¡Señores,  y dice Matías!

Me viene a la memoria uno de sus ocurrentes chistes que decía así: ¡Si alguna vez te compras una bicicleta, que sea de la marca BH; por si por H o por B, la tienes que vender!

También había en la ciudad un cura muy famoso conocido como el “Padre Potaje”, que muchos lo nombrábamos en forma despectiva, cuando en realidad este buen hombre llevaba adelante un comedor social en una época tan difícil y de tanta miseria, como lo fue, la post guerra civil española y el bloqueo internacional que sufría el País, por causa de la dictadura franquista.

Me acuerdo de la Plaza de la Merced, próxima a mi casa, repleta de hojas y bolas peludas que caían en otoño de los plataneros que allí hay, y donde aprendí a montar y esquivar los bancos de la plaza en la bicicleta de mi inseparable amigo y vecino.

En esa misma plaza en uno de sus edificios, había nacido Pablo Ruiz Picasso, y en ella sin duda aprendió a pintar las palomas que por cientos revuelan por allí.

A esa plaza de forma cuadrangular y un poco elevada, con relación al nivel de las calles adyacentes, se accede subiendo; uno, dos o tres escalones, desde cada una de las calles que la circundan. Está cercada  por un pretil que sirve de asiento, además de tener una  barandilla de hierro forjada, que cubre todo el perímetro y que se puede utilizar como respaldo. En el centro de esta plaza y rodeado de bancos de mármol y plataneros, hay un obelisco a la memoria del General Torrijos, hombre liberal y tenaz luchador contra el absolutismo del rey Fernando VII, y a sus compañeros que fueron fusilados el día 11 de Diciembre de 1831 en la playa de San Andrés, en Málaga. Hasta hoy, me resulta extraño, como pudo sobrevivir a la Dictadura franquista un monumento como éste, a alguien que defendiera la constitución y la libertad, hasta la muerte.

Ya lo canta la copla que dice así: “Si Torrijos murió fusilado, no murió por vil ni traidor, que murió con la espada en la mano, defendiendo la Constitución”. Cuando aquel régimen franquista, había hecho justamente lo contrario, aboliéndola y suprimiendo la libertad de todos los españoles.

Hay en el Museo del Prado, un imponente cuadro de 6 x 3,90 metros  que recoge este momento histórico del fusilamiento. Cuadro que fue pintado por Antonio Gisbert en 1888. Una réplica de este cuadro en papel couchet, de dimensiones tamaño A3, estuvo durante mucho tiempo doblado y medio escondido, no sé por qué, en un armario de mi casa.                                                                                                  

Los chicos de la Parroquia de Santiago, también jugábamos dentro de la Iglesia de “La Merced”, fundada por los padres mercedarios en 1507. Estaba derruida pero no abandonada. Aún conservaba sus paredes y la fachada delantera, así como las escalinatas de mármol de la entrada principal y las rejas forjadas que cerraban todo el espacio frontal.

Lo que quedaba del Templo lo vigilaba un guarda privado, pues allí habían sido construidos posteriormente, donde era la sacristía, algunos despachos de los cuales desconozco la finalidad que pudieran tener. Este hombre cuidaba de la propiedad junto con su perro pastor llamado Nerki, al que le daba tres palizas diarias para amansarlo, pues decía que era muy agresivo. Sin duda este señor era más animal que el perro.

Aquella Iglesia de La Merced estaba en ruinas debido a un incendio acaecido en los disturbios populares de mayo de 1931, sin la techumbre, y sin ningún tipo de mobiliario, ni altares, ni imágenes. Allí en la nave central, retirados hacía tiempo los escombros, disputábamos sendos partidos, como si fueran de futbol sala, los chiquillos de la parroquia. Más tarde sería utilizada como cine de verano. 

Actualmente en el solar que ocupaba la Iglesia, hay un moderno edificio de viviendas.

También me veo asistiendo a más de una corrida de toros en la Plaza de “La Malagueta”  junto con mi padre, que era un buen aficionado. Después de la corrida, yo solía “fardar” delante de mis amigos del barrio, dando detalles de la faena y de que tal o cual torero lo había  hecho mejor, sin duda influenciado por los comentarios que mi padre hacía con sus amigos que también habían ido a ver la corrida junto con nosotros. Por aquellos años eran famosos, los diestros Manolete, el mejicano Carlos Arruza, El niño de la Palma, Pepín Martin Vázquez, Domingo Ortega, Antonio Ordoñez, Luis Miguel Dominguín y Antonio Bienvenida entre otros.

Vagamente me veo viendo los peces de un acuario que había abierto al público en el Paseo de la Farola cerca de la Comandancia de Marina y que hace muchos años dejó de funcionar. También cerca del puerto, en la calle Córdoba había una piscina de grandes dimensiones con unas barquillas motorizadas donde alguna vez me subí junto con alguno de mis hermanos.

Otra atracción que me sobrecogía por el estruendo del ruido del motor, era una especie de circo de alta pared circular, donde por ella se deslizaba subiendo, bajando y dando vueltas sin parar la moto y el motorista. La vibración de las tablas al paso rápido del vehículo, aliado al estridente ruido salido de su escape libre, me cogía un pellizco en el estómago, que lejos de divertirme me amedrentaba.   

Después de mi expulsión de aquel buen colegio privado, comentado en un relato anterior, mis padres decidieron ponerme en otro pequeño próximo a mi casa, para que el “maestro”, Don Juan Mirabet, hiciera carrera de mí. Recuerdo la celebración casi “mística” que este hombre hacía en el Día del Libro, cuando nos reunía a todos los alumnos y nos enseñaba un precioso tomo de bella portada, que era además una caja de música y nos la hacía escuchar con profundo respeto.

En aquello años se celebraban durante las fiestas, carreras de motos en un circuito improvisado y sin ninguna seguridad, para los espectadores ni para los motoristas, en el parque de la ciudad.

El peligro de que se salieran del circuito era una constante y al no haber ni fardos de paja en las curvas para atenuar un posible choque, acrecentando aún más el peligro para los espectadores.

A mí las carreras que más me gustaban eran de sidecar, cuando el copiloto se vencía hacia un lado u otro de la moto, dependiendo que la curva fuera a la izquierda o a la derecha, para ayudar al piloto a tomar la curva debidamente.
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Mis primeros pasos por el mundo (2)


Mis primeros pasos por el mundo.  (2)                         

Recuerdo mi participación en Radio Nacional de España encaramado en una silla, porque no llegaba al micrófono, declamando una poesía patriótica que ensalzaba la figura del “Caudillo”,  y mi pertenencia a la “Acción Católica” en la parroquia de mi barrio; porque la “poesía” me la enseñaron en la catequesis. Bueno, hasta aquí todo normal para la época, porque “Iglesia” y “Estado” iban siempre cogidos de la mano.

Por aquellos años era frecuente escuchar en las emisoras de radio el espacio reservado a la audición de los discos dedicados, pues la situación económica de muchísima gente no permitía la compra de los mismos y mucho menos tener una “gramola” o un toca-discos en su casa.

En el año 1881, en la Iglesia de Santiago, situada muy próxima a la plaza de La Merced fue bautizado Pablo Ruiz Picasso: como yo lo fui muchos años después, ya que nací en una casa de la calle Madre de Dios en el año 1941.

Esa iglesia que años más tarde yo frecuentaría con asiduidad, es la más antigua de la ciudad. Tiene anexa al cuerpo principal una torre de estilo mudéjar que era utilizada como minarete por los árabes que durante siglos dominaros aquellas tierras.

A esa torre que con el paso del tiempo fue reconvertida en campanario, subía yo junto con el campanero cuando éste iba a repicar las campanas para anunciar la celebración de algún evento extraordinario, ya que el toque de llamada a la misa diaria o a difunto, lo realizaba normalmente desde abajo mediante una cuerda que colgaba desde la menor de ellas hasta al suelo de la parroquia. Para mí resultaba un espectáculo ver como el hombre se subía y se bajaba de la más grande para poco a poco ir dándole impulso hasta conseguir voltearla y continuar empujándola después para que no perdiera velocidad y hacer que su sonido junto con el de las demás, que antes había puesto a girar, llegara acompasado, fuerte y vibrante a todos los rincones del barrio. 

A esa edad, mi asistencia al santuario estaba más bien motivada por los juegos que podía disfrutar en los salones que estaban a disposición de los niños que pertenecíamos a la “Acción Católica”.  

Otra actividad que me gustaba, y para la cual siempre me llamaba la “catequista” era  participar en la agrupación artística de la parroquia, que asiduamente y con motivo de cualquier celebración, siempre de cuño religioso, organizaba alguna representación teatral. El grupo debía ser razonablemente bueno, pues llegamos a representar algunas obras en el Palacio Arzobispal, en más de una ocasión, para el entonces Obispo de la ciudad. 

En aquellos “bonitos años” de mi infancia, veo a mis padres despertándonos muy temprano en época veraniega, para llevarnos a la playa, antes de ellos abrir la tienda diariamente, para que disfrutáramos del mar y de los benéficos primeros rayos de sol.

La visión de un tren y el paso lento del mismo dentro de un túnel que nos dio un tremendo susto, es una escena que no olvido, cuando mi padre y yo caminábamos por él para cortar camino y acceder a una playa muy concurrida y alejada de la ciudad, la playa del Peñón del Cuervo, que era muy frecuentada en días de fiesta, como la del 18 de julio, cuando les daban a los trabajadores una paga extraordinaria y las familias salían al campo o a la playa, para pasar el día bañándose y comiendo las viandas que ya llevaban preparadas desde casa.
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lunes, 5 de septiembre de 2016

Mis primeros pasos por el mundo (1)


Mis primeros pasos por el mundo (1)                                                                                                                  


El canto de una nana que mi madre entonaba para que yo me durmiera, provocaba en mí un sentimiento de tristeza que me acongojaba.

La nana es una canción del poeta García Lorca cuya letra empieza así: “Este niño chiquito no tiene cuna…”. Probablemente éste haya sido el comienzo de mi admiración por el poeta y por su poesía.

Pasado el tiempo, mis hermanos ya adolescentes, bromeaban conmigo recordándome esa nana que tanto me apenaba hasta hacerme llorar.

Esto se diluye en la memoria al recordar el impacto emocional que sufrí cuando vi a mi padre con un aparatoso vendaje que le cubría la mano derecha, que se había pillado al manipular un bidón lleno de aceite. La tremenda impresión que me llevé hizo que yo cayera desmayado, no sin antes sentir por primera vez y simultáneamente un extraño cosquilleo dentro de mi cabeza, un raro zumbido en los oídos y un súbito malestar en la boca del estómago.

Después me viene a la memoria mi paso por la “amiga”, una especie de jardín de infancia de la época, donde acudía diariamente con mi sillita, mi pizarrín y mi pizarra, en la que escribía los primeros palotes.

Por entonces yo tenía un perro con el que jugaba diariamente y no lo dejaba tranquilo ni a sol ni a sombra. Un día que íbamos a la playa el perro desapareció al paso de un tren. Yo lo buscaba desesperado y no lo veía por ninguna parte. Me dijeron que el suburbano lo había arrollado para que me quedara quieto. Pero yo no lo creía, pues no escuché al perro emitir ningún aullido, ni había rastro de sangre por allí.

Más tarde supe que un amigo de mis padres se lo había llevado en connivencia con ellos, para desengancharme del apego tan fuerte que tenía con el animal.

Pasado un tiempo sustituiría al perro por una gata que era muy cariñosa, y le gustaba dormir conmigo a los pies de la cuna.

El tiempo que yo pasaba en la tienda de mis padres era despachando arenques que por aquellos años la gente consumía bastante y, que yo despegaba una a una de la barrica de madera que las contenía perfectamente colocadas. Después las envolvía a mi manera en un papel de estraza. También jugaba sin parar con la bomba manual que medía el aceite, llenándola y vaciándola retornando al bidón el líquido que contenía.

Al cierre del comercio y camino de casa para comer, mi padre paraba en una taberna del barrio donde se tomaba una copa de vino y compartía conmigo una “tapa” de pulpo frito. A mi solía darme un huevo crudo en una copa con un poco de vino dulce que tomaba de un sorbo, porque decía que eso era un buen reconstituyente.

En aquellos años, mis primeros contactos con la Iglesia, devienen de la práctica de mis padres de acudir a la misa dominical y de la asistencia junto con ellos a las charlas, que misioneros jesuitas impartieron por todos los barrios de la capital y para las cuales, llegaron hasta construirse pequeñas capillas, como la que fue levantada en un descampado llamado “El Ejido”, para albergar a los fieles, y no tan fieles, que acudían casi por obligación.  

En el cierre de campaña de “Las Misiones”, que se celebró en el teatro Cervantes, participé en dicho acto recitando alguna poesía que la catequista de la parroquia me hizo aprender para tal fin.

Yo sentía curiosidad cuando acudía a los ensayos, por conocer los entresijos del teatro, con sus tramoyas, su candileja, el foso donde los músicos se sientan para tocar sus instrumentos, los camerinos, los decorados enormes de las representaciones teatrales profesionales y tantas cosas que eran completamente nuevas para mí. Muy niño todavía, recuerdo haber vuelto a ese teatro junto con mis padres para ver la representación de la zarzuela “Molinos de Viento”, cantada por el entonces famoso barítono Marcos Redondo.

En aquellos tiempos la gente más humilde se agolpaba a la puerta de entrada de los artistas a ese teatro para ver de pasar fugazmente, a aquellos que admiraban; pero que no podían pagar una entrada para verlos actuar o escucharlos de cantar.

Lo mismo ocurría con muchas personas que aprovechaban la tarde en que había corrida de toros para pasear y acercarse a la puerta grande de la plaza de “La Malagueta” para ver si sacaban a hombros a algún torero que hubiera hecho una gran faena en el ruedo.

Más tarde me echaron de un colegio privado por decir palabrotas, algunas irrepetibles y otras como “maricón el último”, a la salida de las clases; pero conviene aclarar que yo pasaba mucho tiempo en un barrio popular, donde mis padres tenían una tienda de “ultramarinos” y, mi contacto con los chiquillos era inevitable, motivo por el cual mi vocabulario era de lo más “pulido y exquisito”.
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domingo, 10 de julio de 2016

Vacaciones

Vacaciones
El cartero había dejado su última misiva en mi buzón, el pasado mes de enero.
“Apreciado amigo, me encantaría verte por aquí de nuevo para revivir los buenos momentos que hemos pasado por estas tierras. Durante el carnaval pretendo viajar por el nordeste brasileño, pues me apasiona el sol y el mar de aquellas latitudes”
“Aquí estoy disfrutando en mis ratos libres de la playa “da Boa Viagemy de concurridas veladas en el barrio de Pina, dónde he escuchado tocar a músicos autóctonos, derramando sus canciones a ritmo de samba y de maracatú”.
“Pero no todo es folía y diversión, estoy inmerso en la realización de unos estudios de biología marina de grandes Cetáceos”.
He estado viajando por todo el litoral brasileño y he dado con mis huesos en Recife, donde estaré hospedado hasta terminar mi trabajo”.
“Espero terminarlo, antes del Carnaval, en el Centro Nacional de Conservación y Pesquisa del Peixe-boi en la isla de Itamaracá, que alberga un Museo para la divulgación de dicho Sirenio, donde algunos ejemplares de esa especie viven en cautividad. Se trata de un mamífero, vegetariano, de grandes dimensiones y lentos movimientos”.
“Anímate y ven a pasar el carnaval con tus amigos de la facultad. Te esperamos”.
“Un fuerte abrazo”
“Carlos”
Había aterrizado en el Aeropuerto de Guararapes y me dirigía por la autovía, para hospedarme en Olinda. Primera ciudad fundada por los portugueses en Brasil y que cuenta con un acervo histórico y arquitectónico importante, proveniente tanto de las culturas portuguesas como holandesa.
La lluvia incesante había ido aumentando de intensidad hasta convertirse en una tormenta tropical, acompañada por aterrador aparato eléctrico. Los limpiaparabrisas no podían en su ritmo más acelerado retirar el agua que a raudales golpeaba  contra los cristales, hasta el punto de resultar imposible ver las señales de tráfico y las rayas pintadas en el asfalto, obligándome a detener el vehículo en el arcén de la carretera a espera de que amainase el temporal.
…Al día siguiente me levanté, con un cielo radiante, entusiasmado por reencontrarme con Carlos que allí estaba prestes a terminar su trabajo científico.
Después de visitar el Museo, llenos de curiosidad por conocer ese extraño animal en peligro de extinción, debido a la caza furtiva para consumo de su carne  —dicen que sabrosa—  y el aprovechamiento de la grasa de su lomo que se utiliza como manteca para uso doméstico. El gobierno brasileño prohibió su caza en el año mil novecientos ochenta para preservar su especie.
Después fuimos todos los amigos a visitar el Fuerte Orange —una joya de edificación defensiva militar— construido a orillas del mar por los holandeses en el año 1640, vestigio imperecedero del nacimiento de esa nación explorada por portugueses y, disputada por holandeses ávidos de comerciar con las materias primas del país.
El Fuerte está enclavado en la playa del mismo nombre, desde donde se puede divisar al otro lado del canal de Santa Cruz:  “A coroa do aviao”, un islote al que se puede llegar en el catamarán de alguno de los barqueros que se ganan la vida transportando a los turistas hacia aquel minúsculo paraíso surgido de la acumulación de los sedimentos de arena traídos por el mar y, en donde mariscadoras hábiles capturan cangrejos y almejas deliciosas, que degustamos en los chiringuitos que allí hay instalado a la sombra de esbeltos cocoteros. Sentados a la vera del mar disfrutamos de la visión del Fuerte en toda su plenitud.
En la “noche del gallo” danzamos, a ritmo de frevo, las trepidantes canciones de carnaval, al mismo tiempo que una multitud evolucionaba frenéticamente por las calles de la ciudad, al son de tambores y panderos, girando y saltando agarrados a un paraguas, abierto, de múltiples colores.
Después de unos días, iniciamos un viaje distribuidos en varios coches hacia el noreste brasileño hasta llegar a Natal, el punto más cercano del continente americano a Europa, donde la luz es extremadamente brillante.
Nos alojamos en un resort en la playa de “A Ponta do Madeiro”, donde en la recepción del hotel, un loro “políglota” daba los buenos días a los huéspedes en el idioma que a él le parecía fuera el que hablara el viajero recién llegado. También frecuentemente el ave pedía, con bastante claridad, al camarero que atendía en el bar de la piscina, “que le diera café al loro”.
Uno de los paseos turísticos más interesantes y arriesgados de realizar por aquellas tierras es atravesar las famosas dunas móviles de Genipabú. Por ellas, transitan ”buggies” maniobrados por expertos y habilitados conductores, que suben y bajan con inusitada velocidad sus laderas casi verticales de algunas de ellas, que miden más de treinta metros, o circulan en posición horizontal, dando vueltas por las paredes arenosas del denominado “circo del infierno”.
Allí mismo, dentro del parque natural, pero siguiendo caminos diferentes del que utilizan los vehículos, dromedarios introducidos en ese medio como atracción turística hacen una ruta acompañados por guías, hasta la laguna de Pitanguí, para delicia de los visitantes que la disfrutan montados en ellos.   
Nosotros conducíamos nuestros ”buggies” con poca pericia y, nos costaba arremeter contra las bruscas subida que se presentaban de improviso ante nuestros atónitos ojos, so pena de quedarnos atascados en medio de la ascensión.
A lo largo del camino, atravesamos algunas dunas fijas entre promontorios de vegetación, donde el vehículo se inclinaba peligrosamente.
El aire que removía la fina arena tampoco ayudaba para realizar una conducción segura. La visibilidad se hizo cada vez más difícil y el tiempo cambiante arrastró hasta nosotros ingente cantidad de nubes negras que taparon el sol oscureciendo el entorno.
Más adelante divisé a lo lejos las siluetas de algunos camellos que marchaban en caravana. Entonces me di cuenta que había tomado un sendero equivocado.
De improviso sentí un salto al vacío; el coche perdió la adherencia al terreno e iniciamos una caída sin fin. Un golpe violento me arrojó del vehículo, y rodé por la vertiente hasta que me vi frenado por la incipiente vegetación rastrera…
Estaba aturdido, quise incorporarme pero no lo conseguí, al fondo del barranco mi amigo permanecía inmóvil aplastado por el vehículo volcado. Grité pidiendo socorro. Después silencio a mí alrededor.
De repente sentí un fuerte pinchazo en el brazo, instantes después el roce de unas finas patas caminando por encima de mi hombro. Con la visión casi nublada pude ver una araña enorme que se alejaba escondiéndose entre la maleza. Al momento sentí miedo. Después escalofríos, más tarde inconsciencia.
Un ruido estridente de fiesta y tambores golpeaba mis oídos. Veía venir grandes monstruos hacia mí y vampiros me atacaban mordiéndome la garganta. Estos eran repelidos por horribles zombis que me arrastraban hacia la muerte.
…Noté mi cuerpo flotando en el aire. Una sensación de movimiento acompasado de vaivén me llegó hasta el cerebro.  
Desperté en el Hospital Universitario de aquella ciudad, donde pude sobrevivir gracias al antídoto que me inyectaron, repuesto del traumatismo craneal pero con las piernas y los brazos escayolados.  
También ayudó a mi pronta recuperación, la buena noticia que me dieron:
—Su compañero de viaje también ha salvado la vida, gracias a la rápida intervención de los guías de los dromedarios.

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viernes, 8 de julio de 2016

Reminiscencias   
El anciano encontró aquella llave en el interior de una vieja caja de hojalata. La misma de la que, alguna  vez, un niño le había enseñado algunos retratos antiguos. El viejo los había contemplado con expresión ausente, mientras el chiquillo le hablaba, sin comprender muy bien qué le decía.  
Ahora sostenía la llave en su mano. Quizá le habría llamado la atención por su tamaño. Era muy vieja, de hierro colado, con filigranas en el ojo.
La guardó en el bolsillo de su pelliza y bajó las escaleras que momentos antes lo habían conducido hasta el desván. Salió a la calle, aprovechando una distracción de su hija, con la intención de descubrir la puerta antigua que pudiera abrir con ella.   
El paseo resultó muy corto. De pronto el viejo dejó de caminar desnortado ante el cruce de calles que se bifurcaban hacia las afueras de la población, sin saber hacia dónde dirigirse.
Un vecino conocido le orientó en la dirección de su domicilio, acompañándolo hasta el jardín de la casa, traspasando la verja y adentrándolo en él.
Aquella noche el anciano fantaseó con ventanas atestadas de macetas floridas, y enormes caserones donde lucían antiguos escudos heráldicos. También soñó con zaguanes que lo introducían en patios adornados con plantas y árboles que daban sombra a la casa, donde unos niños extraían agua de un pozo en cántaros y lo transportaban hasta la cocina. Allí una señora enlutada calentaba la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de lana de variados colores, atizando el fuego de una chimenea  
Al día siguiente su hija lo despertó y le acompañó hasta el jardín para disfrutar del tibio sol del otoño pirenaico.  
Apenas el viejo se había acomodado en el umbral, la perra, de la raza sabueso, olfateó la llave que este mantenía entre sus manos y, mordiéndole los bajos del abrigo, le animaba a que la siguiera, apartándose de vez en cuando y volviendo para tirarle del gabán.
Sin darse cuenta se encontró caminando detrás del animal, que correteaba alegremente.
Se alejaron de la casa sin que nadie advirtiera sus pasos, hasta llegar a la alameda bordeada de cipreses, camino del cementerio.
Iniciaron entonces la subida en dirección a la montaña, atravesando robledales y bancales de pizarra. A veces el sendero se perdía entre matorrales para aparecer de nuevo junto al barranco.
Entre algún claro de los árboles se podía distinguir a lo lejos, colgado de las peñas, un pueblo deshabitado.  
La ascensión se hacía lenta y difícil para el anciano. Se desvistió del abrigo para seguir al animal, este inspeccionaba el camino ahora invadido de aulagas que le arañaban las patas a su paso.
El rumor del río, perdido entre los chopos, se hacía cada vez más perceptible anunciando su caída hacia un viejo molino. Al ver el torbellino formado por el agua escuchó en su cerebro el eco de la voz de un hombre gritándole a un muchacho, para que saliera del cauce torrentoso.
Al terminar la vereda, las primeras casas del pueblo recubiertas por la yedra, aparecieron súbitamente ante sus ojos.
Ambos, siguieron andando por las calles empinadas, resbalando a veces a consecuencia de los líquenes emergentes entre las piedras de la calzada.
Advertía asombrado los muros derruidos de las casas, que habían arrastrado en su caída las barandillas de hierro forjado de los balcones. Muchas de ellas habían perdido sus tejados, dejando ver los patios atrapados por las ortigas.
Ante tanta desolación, el anciano imaginaba un rebaño de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor vestido con zamarra parado a la entrada de la taberna, pidiendo una copa de aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.
Permaneció, por largo tiempo, contemplando sobrecogido lo que quedaba del pórtico, invadido de zarzales, de la iglesia de San Miguel Arcángel.
En su interior veía a un niño sentado junto a una mujer mirándolo con ternura, mientras cantaba algún himno acompañado de la música de un órgano vetusto.
La presencia de una construcción de una sola planta, en aquella misma plaza, con varias ventanas a la calle, le transportó hasta una estancia repleta de niños sentados en viejos pupitres recitando a coro una retahíla de sonidos retumbándole en sus oídos y que le resultaba imposible descifrar.
Siguió andando en silencio, el deambular de la perra. Esta se paró de pronto, ladrando insistentemente al llegar a una desvencijada cuadra, que mal soportaba las paredes de una casa adosada a sus muros.
Tres desgastados escalones recubiertos de musgo le condujeron hasta una gruesa puerta de madera. De ella aún colgaba un pesado picaporte. La cerradura se presentó ante sus ojos llamativa como pidiéndole que probara con la llave su apertura. Al abrirla reconoció la estancia, y vislumbró en la penumbra a los personajes que antaño la habitaron:
Jacinta la de Alejo; Malvina; Hortensia de casa Fuster; el abuelo Serafín; su padre Justino y su hermano Germán. Al fondo su madre, sentada junto al fuego, le abría los brazos acogiendo su llegada. 
Penetró en la habitación, al mismo tiempo una joven se presentó ante él luciendo una sonrisa encantadora.
«¡Qué sensación más placentera!» Allí estaba, recibiéndole a besos, Amaia, su querida esposa.
Se imaginó subiendo al dormitorio, llevándola agarrada de la mano, mientras los viejos escalones se resquebrajaban a su paso.
Al mirar a través de la ventana, sin marco ni cristales, el entorno agreste de las montañas y sus cumbres nevadas, rememoró momentos de su vida en Esco, y vio pasar por delante de la casa un carro, atestado de muebles y baúles, tirado por las caballerías guiadas por sus vecinos, perdiéndose por el camino de Sangüesa. Conciudadanos como él que habían dejado el pueblo al construir e inundar el embalse de Yesa.
«¡Hoy al fin ya sé quién soy! Gritaré a los cuatro vientos»
—Sepan todos, hasta los que aquí yacen olvidados, que Venancio el de Casa Ager ha vuelto a sus raíces.

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miércoles, 20 de abril de 2016

MISION ARRIESGADA


Misión arriesgada

Estamos en el año 2052. Hacía diez que había acabado la Tercera Guerra Mundial.

La carrera por el dominio del espacio cósmico había llevado a China y a Corea del Norte a desarrollar vehículos movidos con energía nuclear que, a velocidades hipersónicas, transitan por el espacio sideral.

Los “Servicios de Vigilancia del Cosmos” de los Estados Unidos han detectado movimientos inusuales de naves, en el trayecto de ida y vuelta a la luna, pero su industria apenas consigue desarrollar naves espaciales y armamento bélico, que pueda hacer frente a estas dos potencias militares y económicas.

Los telescopios de los que disponen no han apreciado ninguna actividad en la superficie lunar, pero los “Servicios de Inteligencia” sospechan que ambos países están implantando o desarrollando alguna actividad secreta en dicho satélite.

                                                 ……….

—Hola soy el coronel Chung-Hee. ¿Puede ponerme con la señora Haneul?

… —¡Diga!

—Hola cariño, esta madrugada he recibido una llamada de la empresa Korean Mining Corporation y deberé viajar hasta “taal”.

—Ve con cuidado, ¡mi amor!

—No te preocupes. Llegaré en poco más de cuatro horas.

—Llámame en cuanto llegues, ¡por favor! Y acuérdate de traer aquel sombrero de copa que dejamos olvidado en la habitación del hotel, cuando allí estuvimos, en la fiesta de Año Nuevo.

                                     ………

 

El coronel está a punto de abrocharse el cinturón de seguridad, cuando siente en su cabeza el frío metálico de un revólver. A su espalda dos sujetos desconocidos le instigan a poner la astronave en marcha.

Ambos son ciudadanos americanos de origen coreano y sus rasgos físicos no difieren de los que presenta el coronel. Por ello no les ha sido difícil con credenciales falsificadas como mecánicos aeronáuticos entrar en la base coreana de …..

Ya están aproximándose a la luna. Cuando la nave entra dentro de su órbita el coronel ejecuta una maniobra haciéndola cambiar de rumbo circunvalando su perímetro.  

La visión que se les ofrece al científico, doctor Anthony Price, y al agente especial de la CIA, Robert Bautman, es dantesca.

Los montes aparecían horadados dando paso a galerías, las cuales eran transitadas por infinidad de vagonetas que transportaban el mineral que había sido extraído de sus entrañas y que ahora se encontraban paralizadas.

Diseminadas por el territorio podían verse algunas construcciones que podrían ser hoteles, destinados a los jefes de la explotación minera y a los militares allí destinados.

Después de una inspección más exhaustiva, no pudieron constatar la presencia de cuarteles o destacamentos militares.

—Señor Chung-Hee, si usted colabora con nosotros, le prometemos no hacerle ningún daño —dijo el agente.

—Y qué me importa que no me hagan daño. Cuando sepan en mi país del secuestro de esta cosmonave, mi vida no valdrá nada. ¡Quizá sea mejor para mi reputación morir en vuestras manos!

—Sí, pero usted no ha contado con lo que le podría ocurrir a su familia —remarcó el doctor que estaba pendiente de la conversación.

—¡Sería algo que jamás me podría perdonar!

El agente añadió:

—No se preocupe, señor, su mujer y su hijo se encuentran viajando hacia los EE.UU. Pero ahora, dígame:

—Estas minas ¿están situadas en la cara oculta de la luna?

—¡Si, por supuesto! De esa manera no pueden ser detectadas desde la Tierra.

—¿Puede decirnos entonces cuál es su misión aquí? —continuó el agente.

—Bien, en esta mina que vemos se explotan los yacimientos de lo que hemos denominado Zintorcrita y, en ella prisioneros de guerra americanos trabajan como mineros. Pero están en huelga y debo negociar con ellos para tratar de acabar con el conflicto. Un día de paro en la extracción, supone unas pérdidas de cien millones de wones para nuestro país.

—¿Zintorcrita?  —preguntó el doctor intrigado.

—Sí, ha sido un descubrimiento sensacional. Dicho metal está siendo utilizado en la construcción de naves espaciales que pueden desarrollar velocidades de hasta 100.000 kilómetros por hora, sin sufrir ningún tipo de deformación estructural.

Autoritario, el agente conminó:

—Señor Chung-Hee, usted tiene que conseguir que la mina continúe siendo explotada, para no alertar a los dueños de la empresa y por ende al gobierno coreano. Dado que aquí no hay una fuerte presencia militar, en el plazo de tres días, nuestras fuerzas de élite del “Batallón de Intervención Rápida” podrán alunizar en estos suelos, para liberar a nuestros soldados que trabajan en régimen de esclavitud, y soterrar la mina, paralizando así la extracción de dicho mineral. Nosotros le acompañaremos en la negociación. Debe tener cuidado de no fracasar, porque le colocaremos este cinturón con explosivos que haremos estallar en el caso de que intente engañarnos.

—Y no olvide que su mujer quiere que le lleve de vuelta el sombrero de copa…  —le advirtió el doctor Anthony.

Han alunizado satisfactoriamente en el satélite y se dirigen hacia la entrada qué delimita el perímetro de la explotación minera.

Necesitaban coger por sorpresa al jefe militar de la mina, el teniente Dae-Hyun que ajeno a la llegada de su superior, sale a recibirle confiado.

Este se sorprende de la presencia de los dos viajeros que acompañan al coronel y de los cuales no tenía ninguna noticia.

—Buenas tardes teniente; cómo ha sido una decisión de última hora, tomada por el Estado Mayor, no he podido informarle de la visita del doctor Chin-Hwa y del experto en mineralogía, ingeniero Min-Kyung  —de esta manera presentó el coronel, dándoles nombres falsos, a sus acompañantes.

Llegados al recinto donde descansaban los militares que estaban de servicio, el agente de la CIA y el coronel, haciendo uso de sus armas reglamentarias subyugaron la pequeña guarnición.

La entrada a la mina no estaba exenta de peligro. El coronel no sabía del grado de excitación de los sublevados encerrados en las galerías, así que haciendo uso de un megáfono se dirigió a todos los allí confinados, para decirles en un perfecto inglés que estaba próxima su liberación, pero que el plan necesitaba de su colaboración para no alertar a los dueños de la Korean Corporation y por ende al gobierno coreano. 

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domingo, 14 de febrero de 2016


El último beso

La precaria situación económica de muchos países europeos, a finales del siglo diecinueve, obligó a miles de personas a emigrar para encontrar mejores oportunidades de trabajo.

Después de una larga travesía, llena de vicisitudes, logró arribar al puerto de destino la embarcación que llevaba a la familia de Miguel. Éste tenía tan solo dos años de vida.

Un día jugando con su hermano se bajó del tranvía en marcha, cayendo al suelo con tan mala fortuna, que una de las ruedas le pasó por encima amputándole la pierna derecha a la altura de la rodilla.

Pasado el tiempo aprendió la profesión de sastre y se estableció como socio en un taller de costura junto a un prestigioso alfayate italiano.

Como por entonces su situación económica se lo permitía, decidió viajar para visitar a sus abuelos que en su tierra habían quedado.                                                                      

En su pueblo natal conoció a una joven con la que quedó comprometido. La que más tarde fue su mujer y con la que tuvo una hija.  

Pero aquellos años fueron muy duros para la inmensa mayoría de los trabajadores. Los pescadores y los campesinos de su pueblo también mal sobrevivían con los míseros jornales que cobraban y con la precariedad del trabajo al cual podían tener acceso. El caciquismo imperaba en el campo, y los terratenientes mantenían sin cultivar sus fincas haciendo que los braceros formaran una legión de parados miserables.

Con la llegada de la República muchas cosas se quisieron cambiar en poco tiempo, pero se encontraban siempre y sistemáticamente con la férrea oposición de la oligarquía que boicoteaba cualquier ley que intentara mejorar las precarias condiciones de la clase obrera, y que entre otros estamentos la Iglesia Católica justificaba esa situación calamitosa como un mal necesario para el mantenimiento del sistema conservador en el que querían vivir.

Frente a la pobreza, el Gobierno de la República se sirvió de Juntas de Socorro, que crearon comedores de caridad para mitigar el hambre de campesinos y pescadores y evitar que estos mismos violentamente conspiraran contra los elementos pudientes, distribuyéndose de forma racionada, a veces mediante vales para los más pobres, alimentos y artículos de primera necesidad.

Miguel, sin estar encuadrado en ningún partido político, en la pequeña ciudad donde ejercía su profesión, fue requerido para ser presidente de un Comité de Enlace del Frente Popular.

La situación económica y social del país, así como el fuerte poder de la Iglesia Católica y la enorme influencia que ésta ejercía sobre gran parte de la población, aliada a la fortaleza de las clases pudientes y el apoyo de los militares a esta clase dominante, impidieron que las reformas de educación, agraria, etc. se pudieran llevar a cabo.

Por eso no fue posible consolidar el Gobierno de la República. Cualquier ley promulgada era boicoteada sistemáticamente por las clases dominantes y la enorme intransigencia por ambos lados, dieron lugar a que sucedieran los hechos tan crueles que todos conocemos.

Un puñado de militares subversivos se levantó contra el Gobierno de la República invadiendo la península con tropas reclutadas de las posesiones que España mantenía en África. 

Los habitantes de los pueblos ribereños del sur de España, ante el avance de las tropas golpistas y el temor de represalias por parte del ejército rebelde, abandonaron sus hogares y sus pertenencias. Cada cual utilizó loa medios que tenía disponible, siendo que la inmensa mayoría, indefensos y despavoridos, lo hizo a pie por la carretera que bordea la costa, cuando entonces fueron bombardeados por los buques de la Marina española y por la aviación italiana que ayudaban a los rebeldes.                                                                                                                                                     

Miguel y su familia consiguieron huir en un camión repleto de gente dentro del cual recorrieron la zona castigada por las bombas. Muchas veces tuvo el conductor que refugiarse dentro de los túneles que por aquel entonces había en la serpenteante carretera, para protegerse de los ataques que desde el mar les lanzaban los barcos enemigos.

Lograron sobrevivir durante toda la contienda alojados en un colegio hospital regentado por religiosos protestantes de nacionalidad británica, donde su mujer trabajó lavando las ropas de las camas y la de los chicos allí recogidos que habían perdido a su familia, hasta el final de la guerra.

Animados por la promesa y el edicto promulgado por los vencedores que decía: “Las personas que no tengan delitos de sangre cometidos en la retaguardia de las ciudades y pueblos que se mantuvieron leales al Gobierno de la República podrán regresar a sus lugares de origen sin temor a represalias”, decidieron volver a su pueblo natal para reiniciar sus vidas.

Fue detenido por la policía secreta dentro del tren que les llevaba de vuelta a su casa. Le pidieron salvoconductos, que él no tenía, para moverse libremente por lo que fue inmediatamente esposado y llevado lejos de la presencia de su familia. Ante aquella situación de violencia su pequeña hija se orinó encima del miedo que había pasado, llorando la ausencia de su padre.

Viendo la constitución física de aquel hombre no podría uno imaginárselo teniendo participación activa en cualquier frente de batalla manejando un fusil, ni alentando a las “hordas” a cometer desmanes y a quemar las Iglesias.

Tuvo un sumarísimo juicio militar sin ninguna posibilidad de defensa donde fue condenado. Recluido en la cárcel llegó a ser torturado. Cayó al suelo cada vez que lo golpearon ya que no pudo mantenerse en pie a causa de su minusvalía. Una de sus piernas era una precaria y rústica prótesis de madera que él amarraba por medio de un correaje para fijarla a la cintura. Además le era necesario ayudarse de un bastón para caminar y mantenerse en equilibrio.

Aquel miércoles, como hacían cada semana, la niña pudo ver por última vez a su padre en la celda de la cárcel; le llevaron algo de pan tierno, un poco de tocino fresco y algunas naranjas. Al despedirse éste le abrazó con tal fuerza que casi le crujieron los huesos al tiempo que recibió en su frente un beso lleno de ternura, mientras lágrimas le resbalaban por el rostro.

A la semana siguiente la niña le dijo a su madre:

—¡Hoy es miércoles! ¿No vamos a ver a papá?

—¡No hija, no! ¡Hoy iremos a la iglesia! El Obispo nos ha ordenado ir a la misa que se va a celebrar para la “redención de los rojos”.  

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