viernes, 8 de julio de 2016

Reminiscencias   
El anciano encontró aquella llave en el interior de una vieja caja de hojalata. La misma de la que, alguna  vez, un niño le había enseñado algunos retratos antiguos. El viejo los había contemplado con expresión ausente, mientras el chiquillo le hablaba, sin comprender muy bien qué le decía.  
Ahora sostenía la llave en su mano. Quizá le habría llamado la atención por su tamaño. Era muy vieja, de hierro colado, con filigranas en el ojo.
La guardó en el bolsillo de su pelliza y bajó las escaleras que momentos antes lo habían conducido hasta el desván. Salió a la calle, aprovechando una distracción de su hija, con la intención de descubrir la puerta antigua que pudiera abrir con ella.   
El paseo resultó muy corto. De pronto el viejo dejó de caminar desnortado ante el cruce de calles que se bifurcaban hacia las afueras de la población, sin saber hacia dónde dirigirse.
Un vecino conocido le orientó en la dirección de su domicilio, acompañándolo hasta el jardín de la casa, traspasando la verja y adentrándolo en él.
Aquella noche el anciano fantaseó con ventanas atestadas de macetas floridas, y enormes caserones donde lucían antiguos escudos heráldicos. También soñó con zaguanes que lo introducían en patios adornados con plantas y árboles que daban sombra a la casa, donde unos niños extraían agua de un pozo en cántaros y lo transportaban hasta la cocina. Allí una señora enlutada calentaba la estancia, donde unas personas mayores tejían prendas con hilo de lana de variados colores, atizando el fuego de una chimenea  
Al día siguiente su hija lo despertó y le acompañó hasta el jardín para disfrutar del tibio sol del otoño pirenaico.  
Apenas el viejo se había acomodado en el umbral, la perra, de la raza sabueso, olfateó la llave que este mantenía entre sus manos y, mordiéndole los bajos del abrigo, le animaba a que la siguiera, apartándose de vez en cuando y volviendo para tirarle del gabán.
Sin darse cuenta se encontró caminando detrás del animal, que correteaba alegremente.
Se alejaron de la casa sin que nadie advirtiera sus pasos, hasta llegar a la alameda bordeada de cipreses, camino del cementerio.
Iniciaron entonces la subida en dirección a la montaña, atravesando robledales y bancales de pizarra. A veces el sendero se perdía entre matorrales para aparecer de nuevo junto al barranco.
Entre algún claro de los árboles se podía distinguir a lo lejos, colgado de las peñas, un pueblo deshabitado.  
La ascensión se hacía lenta y difícil para el anciano. Se desvistió del abrigo para seguir al animal, este inspeccionaba el camino ahora invadido de aulagas que le arañaban las patas a su paso.
El rumor del río, perdido entre los chopos, se hacía cada vez más perceptible anunciando su caída hacia un viejo molino. Al ver el torbellino formado por el agua escuchó en su cerebro el eco de la voz de un hombre gritándole a un muchacho, para que saliera del cauce torrentoso.
Al terminar la vereda, las primeras casas del pueblo recubiertas por la yedra, aparecieron súbitamente ante sus ojos.
Ambos, siguieron andando por las calles empinadas, resbalando a veces a consecuencia de los líquenes emergentes entre las piedras de la calzada.
Advertía asombrado los muros derruidos de las casas, que habían arrastrado en su caída las barandillas de hierro forjado de los balcones. Muchas de ellas habían perdido sus tejados, dejando ver los patios atrapados por las ortigas.
Ante tanta desolación, el anciano imaginaba un rebaño de ovejas abrevando en la fuente de la plaza y al pastor vestido con zamarra parado a la entrada de la taberna, pidiendo una copa de aguardiente, mientras no perdía de vista al ganado ni al perro que lo guiaba.
Permaneció, por largo tiempo, contemplando sobrecogido lo que quedaba del pórtico, invadido de zarzales, de la iglesia de San Miguel Arcángel.
En su interior veía a un niño sentado junto a una mujer mirándolo con ternura, mientras cantaba algún himno acompañado de la música de un órgano vetusto.
La presencia de una construcción de una sola planta, en aquella misma plaza, con varias ventanas a la calle, le transportó hasta una estancia repleta de niños sentados en viejos pupitres recitando a coro una retahíla de sonidos retumbándole en sus oídos y que le resultaba imposible descifrar.
Siguió andando en silencio, el deambular de la perra. Esta se paró de pronto, ladrando insistentemente al llegar a una desvencijada cuadra, que mal soportaba las paredes de una casa adosada a sus muros.
Tres desgastados escalones recubiertos de musgo le condujeron hasta una gruesa puerta de madera. De ella aún colgaba un pesado picaporte. La cerradura se presentó ante sus ojos llamativa como pidiéndole que probara con la llave su apertura. Al abrirla reconoció la estancia, y vislumbró en la penumbra a los personajes que antaño la habitaron:
Jacinta la de Alejo; Malvina; Hortensia de casa Fuster; el abuelo Serafín; su padre Justino y su hermano Germán. Al fondo su madre, sentada junto al fuego, le abría los brazos acogiendo su llegada. 
Penetró en la habitación, al mismo tiempo una joven se presentó ante él luciendo una sonrisa encantadora.
«¡Qué sensación más placentera!» Allí estaba, recibiéndole a besos, Amaia, su querida esposa.
Se imaginó subiendo al dormitorio, llevándola agarrada de la mano, mientras los viejos escalones se resquebrajaban a su paso.
Al mirar a través de la ventana, sin marco ni cristales, el entorno agreste de las montañas y sus cumbres nevadas, rememoró momentos de su vida en Esco, y vio pasar por delante de la casa un carro, atestado de muebles y baúles, tirado por las caballerías guiadas por sus vecinos, perdiéndose por el camino de Sangüesa. Conciudadanos como él que habían dejado el pueblo al construir e inundar el embalse de Yesa.
«¡Hoy al fin ya sé quién soy! Gritaré a los cuatro vientos»
—Sepan todos, hasta los que aquí yacen olvidados, que Venancio el de Casa Ager ha vuelto a sus raíces.

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