lunes, 5 de septiembre de 2016

Mis primeros pasos por el mundo (1)


Mis primeros pasos por el mundo (1)                                                                                                                  


El canto de una nana que mi madre entonaba para que yo me durmiera, provocaba en mí un sentimiento de tristeza que me acongojaba.

La nana es una canción del poeta García Lorca cuya letra empieza así: “Este niño chiquito no tiene cuna…”. Probablemente éste haya sido el comienzo de mi admiración por el poeta y por su poesía.

Pasado el tiempo, mis hermanos ya adolescentes, bromeaban conmigo recordándome esa nana que tanto me apenaba hasta hacerme llorar.

Esto se diluye en la memoria al recordar el impacto emocional que sufrí cuando vi a mi padre con un aparatoso vendaje que le cubría la mano derecha, que se había pillado al manipular un bidón lleno de aceite. La tremenda impresión que me llevé hizo que yo cayera desmayado, no sin antes sentir por primera vez y simultáneamente un extraño cosquilleo dentro de mi cabeza, un raro zumbido en los oídos y un súbito malestar en la boca del estómago.

Después me viene a la memoria mi paso por la “amiga”, una especie de jardín de infancia de la época, donde acudía diariamente con mi sillita, mi pizarrín y mi pizarra, en la que escribía los primeros palotes.

Por entonces yo tenía un perro con el que jugaba diariamente y no lo dejaba tranquilo ni a sol ni a sombra. Un día que íbamos a la playa el perro desapareció al paso de un tren. Yo lo buscaba desesperado y no lo veía por ninguna parte. Me dijeron que el suburbano lo había arrollado para que me quedara quieto. Pero yo no lo creía, pues no escuché al perro emitir ningún aullido, ni había rastro de sangre por allí.

Más tarde supe que un amigo de mis padres se lo había llevado en connivencia con ellos, para desengancharme del apego tan fuerte que tenía con el animal.

Pasado un tiempo sustituiría al perro por una gata que era muy cariñosa, y le gustaba dormir conmigo a los pies de la cuna.

El tiempo que yo pasaba en la tienda de mis padres era despachando arenques que por aquellos años la gente consumía bastante y, que yo despegaba una a una de la barrica de madera que las contenía perfectamente colocadas. Después las envolvía a mi manera en un papel de estraza. También jugaba sin parar con la bomba manual que medía el aceite, llenándola y vaciándola retornando al bidón el líquido que contenía.

Al cierre del comercio y camino de casa para comer, mi padre paraba en una taberna del barrio donde se tomaba una copa de vino y compartía conmigo una “tapa” de pulpo frito. A mi solía darme un huevo crudo en una copa con un poco de vino dulce que tomaba de un sorbo, porque decía que eso era un buen reconstituyente.

En aquellos años, mis primeros contactos con la Iglesia, devienen de la práctica de mis padres de acudir a la misa dominical y de la asistencia junto con ellos a las charlas, que misioneros jesuitas impartieron por todos los barrios de la capital y para las cuales, llegaron hasta construirse pequeñas capillas, como la que fue levantada en un descampado llamado “El Ejido”, para albergar a los fieles, y no tan fieles, que acudían casi por obligación.  

En el cierre de campaña de “Las Misiones”, que se celebró en el teatro Cervantes, participé en dicho acto recitando alguna poesía que la catequista de la parroquia me hizo aprender para tal fin.

Yo sentía curiosidad cuando acudía a los ensayos, por conocer los entresijos del teatro, con sus tramoyas, su candileja, el foso donde los músicos se sientan para tocar sus instrumentos, los camerinos, los decorados enormes de las representaciones teatrales profesionales y tantas cosas que eran completamente nuevas para mí. Muy niño todavía, recuerdo haber vuelto a ese teatro junto con mis padres para ver la representación de la zarzuela “Molinos de Viento”, cantada por el entonces famoso barítono Marcos Redondo.

En aquellos tiempos la gente más humilde se agolpaba a la puerta de entrada de los artistas a ese teatro para ver de pasar fugazmente, a aquellos que admiraban; pero que no podían pagar una entrada para verlos actuar o escucharlos de cantar.

Lo mismo ocurría con muchas personas que aprovechaban la tarde en que había corrida de toros para pasear y acercarse a la puerta grande de la plaza de “La Malagueta” para ver si sacaban a hombros a algún torero que hubiera hecho una gran faena en el ruedo.

Más tarde me echaron de un colegio privado por decir palabrotas, algunas irrepetibles y otras como “maricón el último”, a la salida de las clases; pero conviene aclarar que yo pasaba mucho tiempo en un barrio popular, donde mis padres tenían una tienda de “ultramarinos” y, mi contacto con los chiquillos era inevitable, motivo por el cual mi vocabulario era de lo más “pulido y exquisito”.
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