martes, 27 de junio de 2017


Felicidad

Eran las seis de una mañana de invierno. A esa hora todavía no había amanecido.

Como cada día esperaba, en la estación de Atocha, a que llegara el tren de cercanías para ir a mi trabajo.

Durante una temporada la vi bajar apresuradamente las escaleras mecánicas con el tiempo justo de subirse al tren.

Quizá por ese motivo no había sido posible que se fijara en mí. Pero yo no perdía la esperanza de que un día pudiéramos coincidir.

Necesité dos semanas para darme cuenta de que, si quería hablar con ella, debía montarme en el vagón que iba delante del mío.

Han pasado varios meses y la primavera envuelve el aire con el perfume de las damas de noche, plantadas en el Paseo del Prado y en el Jardín Botánico próximo a la estación.

Ahora corremos juntos todos los días para no perder el tren, agarrados de la mano.

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